Con la mirada fija en el retrovisor:
Ernesto Bascopé Guzmán
En 1908, cuando Henry Ford comenzó a producir su mítico Modelo T, los automóviles eran, para la mayoría de la población, poco más que objetos extravagantes y ruidosos; o caros juguetes que sólo algunos privilegiados podían costearse.
Como suele ocurrir antes de cada cambio tecnológico, personas muy respetables pronosticaron el fracaso del emprendimiento de Ford. Es posible que razones no les faltaran y que defendieran, con excelentes argumentos y la autoridad de la experiencia, la superioridad de los animales de tiro frente a los motores a combustión interna. Imposible culparlos por negar la posibilidad de un cambio, ¿no habían sido los caballos y los bueyes el único modo de transporte durante milenios? Es comprensible que, con una actitud muy humana, se negaran a aceptar el carácter pasajero de sus viejas certezas. Me animo incluso a imaginar que no pocos siguieron invirtiendo tiempo y dinero en mejorar la comodidad de las carrozas y en seleccionar caballos más rápidos y fuertes.
Naturalmente, la realidad se encargaría de desmentir esos malos augurios: antes de veinte años, el visionario Ford había vendido diez millones de unidades de ese primer modelo de automóvil. Otros modelos seguirían y, más importante, nuevas empresas intentarían diseñar mejores vehículos, en la carrera para romper con la preeminencia de Ford y obtener una parte de sus extraordinarios beneficios. De los incrédulos y de los críticos no se sabe mucho, pues la Historia puso un misericordioso manto de olvido sobre sus ideas.
Desafortunadamente, este dinamismo no se manifiesta por igual en todas las áreas de la experiencia humana. Tal es el caso, entre otros, del mundo de las ideas políticas, especialmente en un país como el nuestro. En efecto, no es difícil demostrar que, en dicho ámbito, las certezas tienen una perturbadora persistencia y los cambios de paradigma una lentitud alarmante.
Esto resultaría cómico, si no fuera por los efectos nefastos de las ideas anticuadas sobre la vida y porvenir de una sociedad. En la nuestra, cabría mencionar el terrible impacto del mito de la industrialización a través de la industria pesada. Dicho mito, como es bien sabido, consiste en creer que el progreso económico pasa por el desarrollo de ciertos rubros –la siderurgia, o la química básica, entre otras- en una suerte de reedición nacional de la primera Revolución Industrial. Esta tozudez ideológica se ha plasmado, tristemente, en la larga lista de elefantes blancos que nos lastran desde hace décadas, de Karachipampa a Bulo Bulo y, quizás mañana, el Mutún.
No es difícil mencionar otros ejemplos en los más diversos planos. Es el caso de la extraña longevidad de aquellas tesis que niegan la existencia de Bolivia y la conciben como una colección inconexa de pueblos independientes, supuestamente ajenos a casi dos siglos de construcción nacional, libres además de todo mestizaje e influencia externa. O, más grave aún, la persistencia de cierto marxismo residual en el análisis social y político, en contra de la Historia, la evidencia empírica y el sentido común. El carácter pernicioso de ambas ideologías, muy en boga entre los militantes presentes y pasados del gobierno, se traduce en una incapacidad para proponer, e incluso imaginar, un mejor mañana para Bolivia.
Por supuesto, para construir una alternativa, no tiene mucho sentido intentar persuadir a los políticos e intelectuales que sostienen esas tesis. Representan el pasado y se niegan a aceptar un cambio de paradigma. Lo esencial, en estos tiempos donde urge construir una alternativa política, consiste en proponer y argumentar nuevos modelos para Bolivia. Se trata de quitarle poder a aquellos que no se atreven a despegar la vista del retrovisor, como el partido de gobierno y sus intelectuales. Es vital hacerlo, no sea que, un día de estos, nos propongan volver a las carrozas y a las carretas…
El autor es politólogo.
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