Clepsidra
Extraña y lastimosamente estas fiestas carnavaleares, a tiempo de traer alegría y boato a nuestra nación, casi siempre han venido también acompañadas de mucho dolor y tristeza. Si no es el mar que debimos pagar como tributo por ese jolgorio, son los desastres naturales que nos cobran su luctuoso gravamen.
Qué difícil se nos torna el escribir el presente artículo cuando, con el corazón contrito por la pena, debemos referirnos a las terribles mazamorras que asolaron las localidades de Tupiza en Potosí; Tiquipaya en Cochabamba, dejando un saldo de varios heridos y víctimas fatales, así como cuantiosas pérdidas materiales; simultáneamente, el lamentable accidente ocurrido en Oruro, donde en medio de los tradicionales bailes de carnaval en esa noble tierra orureña, la explosión de una garrafa de gas licuado ocasionó la muerte de al menos ocho personas y más de medio centenar de heridos. Aun mayor es nuestra pesadumbre, al constatar que este trágico acontecimiento se cobró la vida de cuatro niños.
Haciendo abstracción de la insoslayable diferencia existente, tanto moral como estética, entre la diversión y la tristeza, debemos convenir en que tras semejante tragedia ocurrida en medio de las carnestolendas es natural que se haya iniciado toda una suerte de morbosas utopías y especulaciones, seguidas por esa infaltable manía de culpabilizar a medio mundo por la tragedia y juzgar severamente a los que no se abstuvieron de participar en dichas festividades, quienes debieron hacerlo “por solidaridad”.
Es muy plausible que por solidaridad muchos bolivianos se hayan plegado a la causa de la abstinencia, sin embargo debemos también reconocer que algunos departamentos, como Oruro, han hecho de los carnavales no sólo un símbolo cultural reconocido por la propia Unesco, sino una importante fuente de ingreso económico para su pueblo, por este acto folclórico que se realiza una sola vez al año y, con ese loable motivo, se empeña incontables recursos en mano de obra y empleo, de ahí que la vara con la que debe ser medida y juzgada la reacción de ese pueblo ante dichas adversidades varía sustancialmente.
Recordemos que en años pasados, en circunstancias muy parecidas, se tuvo que lamentar la pérdida de una banda de músicos por la caída de una pasarela y algo similar aconteció con el desplome de una gradería precariamente construida, empero, al igual que en las famosas escenas de teatro, primó la célebre frase: “la función debe continuar”.
En el arqueo final de la fiesta, cuando penas y alegrías; lágrimas y risas; dolores y calma se conjuguen en un abrazo fraterno se hará presente esa magnífica figura creada por Sigmund Freud, al utilizar los nombres de Eros y Thanatos, los dioses griegos que simbolizan la lucha interna del ser humano entre la vida y la muerte.
Eros que representa los instintos más primitivos por satisfacer los deseos de diversión, es decir, las pulsiones de vida, mientras Thanatos engloba los deseos por satisfacer los impulsos de destrucción y agresividad, ergo, las pulsaciones de muerte. Lo que nos hace pensar que lo sucedido fue una lid entre Eros y Thanatos.
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