Eran los años 1986-1987, todavía en periodo franquista, cuando vivía en Madrid, estudiando el Curso de Doctorado en la Universidad de Madrid y en la Escuela de Organización Industrial, desde que conocí a Marvin Sandi, cultivé una amistad que puedo calificarla de dilecta. Se lo conocía como un filósofo. Era un asiduo concurrente del Café del Instituto de Cultura Hispánica, lugar de encuentro de los estudiantes universitarios. Si se lo necesitaba, era el lugar donde se lo encontraba, invariablemente.
La característica de Marvin era que siempre estaba rodeado de estudiantes que lo escuchaban con expectable atención y le dejaban que sea el interlocutor que no era interrumpido; pues tenía un inagotable acervo de temas especialmente filosóficos; los auditores de sus amenas y doctas conversaciones eran preferentemente españoles, que lo escuchaban con solícita atención, sin perder ni una palabra del interminable locutor. Y esto sucedía todos los días, se interrumpía a la hora de la comida para lo que se trasladaba al Comedor Universitario, siempre acompañado de sus seguidores. Después de la comida se internaba en el Parque del Oeste, junto a sus infaltables oyentes que, cual discípulos, no se perdían el interminable coloquio.
Cuando se enteró de que yo era colegial del Mayor de Nuestra Señora de Guadalupe, me buscaba en el Colegio y me pedía que le hiciera ingresar al teatro, donde se perdía en los nocturnos y mazurcas de Chopin, que los interpretaba en el piano con magistral destreza y yo le escuchaba con devota admiración.
Recién conocí su vena musical, como otra faceta de su extraordinaria personalidad; puesto que él, nacido en Potosí, en el seno de una familia de músicos, había estudiado piano desde temprana edad y en el Conservatorio Nacional de Buenos Aires; habiendo compuesto varias obras para piano; “Tres piezas” Op.2, “Dos Preludios” Op.3,”Sonata” para piano, “In Memorian” en homenaje a Caba y una “Siciliana”, que sería meritorio que sean recopiladas y difundidas por los músicos actuales. Atiliano Auza lo cataloga en su Historia de la Música Boliviana, pág. 159.
Nos encontrábamos también con él en conferencias y exposiciones, como la que presentó, de dibujos al carbón, el cruceño Mario Rivera Parada, igualmente colegial del Guadalupe, al que asistimos varios bolivianos, donde como era costumbre era el centro de las conversaciones de alta escuela.
Más antes, para la preparación de la Semana Boliviana en el Colegio, en 1977, de la que nos hicimos cargo junto al abogado Carlos Vargas Romero y otros entusiastas, le pregunté a Marvin dónde podía conseguir la poesía “Claribel” de Tamayo. Inmediatamente me orientó que lo conseguiría en la Biblioteca del Instituto de Cultura Hispánica, en el libro “Hechicero del Ande” de Fernando Diez de Medina. Efectivamente, allí encontré el libro y copié la poesía, que la entregué al profesor José Ernesto Carreras Vespa, a quien le hacíamos ensayar todas las noches la declamación de “Claribel”, que fue uno de los números del programa de dicha semana y que resultó una brillante declamación, acompañada detrás de cortinas por el solo de mandolina de un aire andino ejecutado por mí.
Pero es la Filosofía la materia de su consagración y es lamentable que no hubiera contado con la colaboración del Gobierno para una mayor profundización. Durante su permanencia en Madrid, culminó con el enigmático libro “Meditación del Enigma”, prologado por don Pedro Laín Entralgo. Los ensayos, la cátedra y la polémica perdieron un valioso exponente que, a no dudar, hubiera dado luminosos lauros a la Filosofía boliviana y tal vez a la música también. Pero ocurrió su malogrado holocausto, acaecido en abril de 1978, cuando por una escueta nota de periódico, vuelto ya al país, conocí su suicidio, que me llenó de profunda tristeza.
Y desde entonces he pensado en dedicarle una breve semblanza a su personalidad, extraña, talentosa y vigorosa, que debía honrar el horizonte del intelecto boliviano y recién lo hago ahora, con admiración y reconocimiento al amigo que me guardó estimación en vida.
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