Ernesto Bascopé Guzmán
La mayoría de los analistas de la realidad nacional estarán de acuerdo con que no es demasiado pronto para intentar una autopsia de lo que algunos persisten en llamar “proceso de cambio”. Antes bien, correspondería apresurarse en la evaluación, considerando los múltiples signos que nos advierten de la galopante descomposición del régimen y que amenazan con dejarnos pronto sin objeto de estudio. Por supuesto, sería un error afirmar que la terrible maquinaria represiva del poder se ha detenido y que ya no es arriesgado levantar la voz contra el gobierno. Pero está claro que el discurso oficialista se ha agotado y que cada vez tienen más dificultad en mantener la ficción de que el partido de gobierno representa esperanza y renovación. Nada tienen ya que ofrecer a Bolivia y ese vacío sólo puede llenarse con una propaganda cada vez más estridente, costosa y falaz.
En un hipotético programa de investigación sobre la última década y media, es seguro que hará falta estudiar la curiosa complicidad de tantos intelectuales con un régimen que desde siempre manifestó un carácter autoritario y poco dispuesto a conformarse con las reglas de la democracia. Por el bien de nuestra sociedad deberíamos, como mínimo, reflexionar respecto a algo efectivamente muy curioso: personas entregadas al estudio de la Historia y de la sociedad, muchos con experiencia política y sin rastros visibles de ingenuidad, que resultaron víctimas de la mayor estafa ideológica de los últimos veinte años. Confío en que un análisis desapasionado y honesto enseñe a las futuras generaciones de intelectuales a desconfiar del poder y a mantener una saludable distancia con mesías y caudillos infalibles.
En lo personal, considero que un fenómeno, fascinante desde todo punto de vista, merece un estudio prioritario. Se trata de la curiosa pretensión por parte del poder de suspender las leyes de la naturaleza y negar el mismísimo transcurrir del tiempo.
En efecto, en algún momento de su mandato, nuestros gobernantes decidieron que iban a quedarse en el poder para siempre. Contra toda lógica, contra el más elemental sentido común, tomaron en serio lo que no era más que argumento de spot de campaña y creyeron ser, ni más ni menos, los elegidos por el destino para gobernar Bolivia sin límites y por un tiempo indeterminado.
Muchos los apoyaron. Desde organizaciones afines al poder, algunos hablaron de quedarse quinientos años al mando del país. Las almas más sensibles, las más progresistas, interpretaron aquello como una imagen poética y nos dijeron que no había razones para preocuparse. Otros, con la más absoluta tranquilidad, cinismo dirán algunos, intentaron convencernos de que un solo hombre podía dirigir un país durante diez, veinte, cincuenta años, sin que esto fuera peligroso. Naturalmente, no faltaron quienes los respaldaron, con argumentos interesados. Son estos apenas dos ejemplos de un extraordinario acto de negación y la prueba de que los afiebrados militantes de esta revolución fallida decidieron pasar por alto cosas que todos damos por evidentes: el paso del tiempo y la permanente transformación del mundo.
Desde esta perspectiva, comprendemos por qué la principal propuesta gubernamental es que nada cambie, que permanezcamos en un presente inmutable por siempre. El mismo líder, la misma ideología, idénticas políticas y acciones, tal es lo que nos ofrece el partido de gobierno, para nosotros y las próximas generaciones de bolivianos. En pocas palabras, han dejado de creer en el tiempo.
Evidentemente, nos corresponde a nosotros, ciudadanos, mostrar a nuestros pasajeros gobernantes la inutilidad de sus esfuerzos y recordarles esta sencilla verdad: el tiempo no puede suspenderse, ni por decreto ni por un mero acto de voluntad. Quizás habría que añadir algo aún más concreto. Decirles, con la mayor sencillez y simpatía, que su tiempo ha terminado…
El autor es politólogo.
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