La mentalidad barroca, que aún persiste vigorosa en Bolivia, se asienta sobre el viejo organicismo antiliberal de la época colonial, con su carga de irracionalismo, colectivismo y anti-individualismo. Esta tendencia al consenso compulsivo y al descuido de las labores crítico-intelectuales preparó el advenimiento (a partir del Siglo XX) de nuevos credos religiosos que privilegian un confuso comunitarismo místico-sensual -como los propalados por las iglesias pentecostalistas- y contribuyó a la consolidación del infantilismo político de dilatados sectores poblacionales. A causa de estos factores es que hoy, en el Siglo XXI, debemos analizar la tradición colonial ibero-católica. Pese a notables cambios, este legado cultural ha consolidado hasta hoy el autoritarismo centralizador, acompañado de un burocratismo con inclinaciones prebendalistas y clientelistas. Este es el ámbito cultural-político donde florece actualmente el populismo autoritario de Bolivia, Nicaragua y Venezuela.
En la segunda mitad del Siglo XVI y en la primera del siglo XVII, Potosí y la Audiencia de Charcas experimentaron un florecimiento sumamente rápido, intenso y brillante, pero básicamente fugaz, que marcó la mentalidad colectiva de la sociedad altoperuana y sentó las bases para un tipo específico del funcionamiento de la administración pública. Ambos aspectos no fueron favorables al surgimiento de una moderna sociedad civil, basada en los derechos humanos y en el Estado de derecho. Se puede ir más allá y afirmar que precisamente la época de la mayor prosperidad del territorio altoperuano coincidió con el periodo de la decadencia española y, ante todo, con la expansión de la tradición cultural del autoritarismo. Potosí y la Audiencia de Charcas conocieron el marasmo estatal y administrativo, el espíritu de la Inquisición, la superstición como norma consuetudinaria y el ritualismo extrovertido de la religiosidad popular, pero al mismo tiempo la carencia de una introspección de consciencia, el centralismo omnipresente, la estrechez intelectual, el provincialismo asfixiante y las prácticas de una dilatada corrupción, todas ellas características españolas bajo el gobierno de los últimos monarcas de la Casa de Austria.
A la vista de estas circunstancias se puede adelantar la hipótesis siguiente. Lo fatal para la evolución posterior reside en el hecho de que estos factores manifiestamente negativos echaron raíces durante el apogeo económico. La prosperidad del Potosí colonial posee un fulgor persistente que obnubila hasta hoy la visión crítica de izquierdistas y conservadores. Todos los factores negativos mencionados en el párrafo anterior nunca fueron percibidos como tales, es decir como algo adverso y hasta peligroso para el desarrollo, sino más bien como algo natural, inevitable y obvio. Y en esto hay una sintomática unanimidad entre pensadores progresistas e historiadores reaccionarios. Recién a partir del Siglo XX algunos intelectuales se percataron de ello, aunque sólo muy parcialmente, como fue el caso de Alcides Arguedas. Sostengo que la mala reputación de Arguedas entre izquierdistas y derechistas tiene que ver con la clara reticencia que ambas tendencias exhiben a la hora de investigar esos factores recurrentes de la mentalidad colectiva de la nación. Desde fines del Siglo XVIII las críticas al colonialismo español se han concentrado en aspectos tales como el dominio político y la explotación de las etnias autóctonas, pero la conformación de una cultura y una mentalidad poco favorables a una cultura cívica moderna y a los derechos humanos no ha llamado mayormente la atención de los estudiosos.
La severidad de la crisis económica en Potosí a partir de la segunda mitad del Siglo XVII, la poca inmigración, el aislamiento geográfico, los escasos contactos con el mundo exterior y el desinterés de la administración colonial contribuyeron a consolidar unas tradiciones socioculturales signadas por el autoritarismo y el inmovilismo: el mejor fundamento para establecer rutinas y convenciones muy difíciles de alterar.
Es así como el autoritarismo, el burocratismo y el centralismo de la época de la declinación española han pasado a ser elementos obvios -es decir: aceptados generalmente- de la identidad social. La picardía y la astucia eran (y son) reputadas como las virtudes máximas del hombre público, pues comportarse de otra manera significaba (y significa) carecer de realismo. La maraña de trámites destinados al público, la lentitud de los procedimientos administrativos y la venalidad y baja calidad del Poder Judicial representan fenómenos que casi no llaman la atención y que parecen constituir elementos pintorescos del carácter nacional. De ellos están repletas las crónicas de la colonia, que se refieren sin cesar a peleas perennes y sangrientas por motivos de tercera importancia, a la arrogancia ilimitada de las clases altas, a la estulticia y las supersticiones de las clases bajas, a la corruptibilidad de los jueces y a la mediocridad de lo que ahora llamaríamos el Poder Ejecutivo. Todo esto parece una descripción de la situación actual. A ello se agregó en la colonia la inclinación a sobrerregular toda actividad humana por medio de estatutos legales, propensión que en Bolivia sigue vigente a comienzos del Siglo XXI. Esta concepción se complementa con la curiosa, pero muy enraizada idea de que la mera existencia de instituciones y leyes resuelve ya una buena parte de los problemas, y que, por consiguiente, hay que crear aún más instituciones y leyes para fomentar el desarrollo del país. La sobreproducción de leyes y disposiciones y, al mismo tiempo, la desidia y lentitud administrativas ocasionan la imposibilidad de aplicarlas en la praxis, lo que conduce directamente al corolario: obedezco pero no cumplo, como se decía en la era virreinal.
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