La espada en la palabra
Nunca la pude conocer en persona, lo que lamento, solo pude tener dos aproximaciones a la personalidad y la obra intelectual de Teresa Gisbert -a través de otras personas- que hicieron que tenga el reconocimiento que ahora le tengo a la mujer intelectual.
El primer acercamiento se dio cuando mi padre me habló por primera vez de ella. Augusto Vera Riveros fue asesor jurídico de Teresa Gisbert, cuando ésta era directora del Instituto Boliviano de Cultura y aquél un abogado novel que hacía sus primeras armas en el ejercicio del Derecho. Siempre, desde que fui interesándome en serio por la historia y la cultura de este país, me hablaba de la jefa que había tenido por algunos años en esos primeros tiempos de trabajo como abogado; de esa investigadora activa, de esa mujer curiosa por todo, solícita, nerviosa al hablar, inteligente, memoriona, lúcida como pocas y a veces histérica.
La segunda aproximación que tuve, esta vez hacia su obra, fue cuando yo era estudiante de Carlos D. Mesa Gisbert en una materia de historia, en la Universidad Católica Boliviana “San Pablo” de La Paz. Recuerdo que en esas intensas clases se debía debatir, con todo el aire de los pulmones y casi todos los días, sobre el mestizaje, sobre la aculturación española e ibérica a los nativos nuestros, sobre la identidad y el sincretismo religioso y finalmente sobre los hechos de la historia charquina que hicieron de crisol para fundir el alma que ahora llevamos dentro de nosotros. Frecuentaba, en consecuencia, a Todorov y sus agudas reflexiones sobre la identidad y la conquista de América; me metía en el difícil y testarudo debate de Tamayo y Arguedas, sin poder sacar ninguna conclusión demasiado terminante; hojeaba las páginas de Galeano para comprender un poco más cabalmente la realidad latinoamericana, pero en ninguno de esos libros o autores, ni siquiera, repito, en las páginas de Pueblo Enfermo ni en las de la Pedagogía, que son como el clasicismo de la sociología boliviana, pude distinguir con mucha claridad el espíritu mestizo -indio e ibérico fundidos con todo el odio y el amor posibles- que se aposenta en el corazón de un boliviano sino en los libros de aquella indagadora que por cosas de la vida dejó la arquitectura en un segundo plano. La pluma de Gisbert, pues, ha escrito y descrito, con excelsitud y rigor académicos, la nacionalidad boliviana desde la perspectiva de la historia y el arte.
Otro día, trabajando ya como auxiliar de cátedra de Mesa en la misma Universidad, pude hablar con éste de la obra que Gisbert había producido para la representación gráfica del libro Literatura Boliviana, de Enrique Finot, en la edición de 1964.
El Paraíso de los Pájaros Parlantes: La imagen del otro en la cultura andina es, sin duda alguna, su mejor obra, o una obra maestra. Es una clave para entender el entresijo de la nación boliviana desde su espíritu, nacionalidad que existe, ciertamente, porque quien niega esta nación, construida sobre los pilares del sincretismo social, es un ciego o un pesimista. ¿Historia, ensayo sociológico, estudio y crítica del arte? -Yo creo que todos esos géneros reunidos en un solo libro. Una obra cíclica porque afronta consideraciones sobre arte medieval, renacentista, indio, clásico y colonial. Y esos extranjeros colonizadores, a su vez, ¿cuánto bebieron de los árabes, judíos o negros? Gisbert abrió, con su Paraíso, una dimensión en la que las posibilidades de que coexistan varias culturas en una sola son muchas. Entendió a cabalidad la compleja y enmarañada sociedad de las Indias, y puso en la realidad la utopía de la convivencia de varias sangres.
Y eso es ya suficiente para enaltecer una vida y dejar en un país un legado que no muere.
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