Desagravio a María

“Proclama mi alma la grandeza del Señor, y mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador” son apenas los dos primeros versos del Magníficat, cántico de incomparable belleza literaria y, sobre todo, de cardinal trascendencia espiritual, atribuido a la Santísima Virgen María, de quien ningún creyente puede poner en duda ser el centro de la obra divina. Es himno que salido de sus labios, la define como la primera de las profetisas, como la Madre del Dios encarnado, y porque bendita es entre todas las mujeres, su distinción y dignidad en el orden de la gracia son inigualables. Es que Dios hizo grandes cosas en ella, como en nadie de sus otros hijos y la llenó de gracia. Ninguna otra criatura, ni antes ni después de ella, halló tales favores.

Luego, paganismo, lascivia, dipsomanía, fornicaciones, adulterios y otras desviaciones que se comete en el carnaval, y ya centrándonos en el de Oruro, no son herejías que se deba denunciar con otras herejías, como la desafortunada, pecaminosa y de mal gusto obra de una “artista” plástica precisamente orureña y católica.

La advocación que cada año se hace del Santuario de la Virgen del Socavón para la Sagrada imagen de María no puede degenerar en una representación gráfica tan vulgar e irrespetuosa como la que motiva estas líneas y ser defendida resueltamente bajo el fútil argumento de no haber sido la primera en hacerlo. Todos sabemos que, por definición, el carnaval es fiesta eminentemente mundana, de modo que quien hizo semejante ignominia a la Madre común, no está inventando el hilo negro, en cambio, ha lastimado la sensibilidad de un pueblo que venera a su Patrona, amparado en lo que las Escrituras describen de ella.

Qué sabiduría la que en boca de San Juan Damasceno se exteriorizaba, al decir que: “La belleza y el color de las imágenes estimulan mi oración. Es una fiesta para mis ojos, del mismo modo que el espectáculo del campo estimula mi corazón para dar gloria a Dios” y que el Concilio Ecuménico de Nicea del año 787 recogió contra la posición de los iconoclastas al culto de las sagradas imágenes, porque no es contrario al primer mandamiento que proscribe los ídolos en tanto “el honor dado a una imagen se remonta al modelo original” (S. Basilio). No es animismo, porque quien venera una imagen, venera a la persona que en ella se representa.

Luego, ridiculizar una imagen sagrada en nombre del arte y como expresión de repudio a los falsos devotos, es tan inadmisible desde el punto de vista de la fe católica que la autora dice profesar, como inimputable lo es ella jurídicamente al no existir precepto capaz de criminalizar esa conducta.

Corresponde entonces a quienes en algún momento han pensado querellarse por ese barbarismo de la plástica, pasar por alto el sombrío incidente. Eso sí, la hoy tristemente célebre pintora deberá aprovechar este tiempo de recogimiento, para reflexionar sobre su irreverencia y de formas que la humildad y el buen juicio aconsejan, manifestar su protesta contra las prácticas anticristianas del carnaval de Oruro, por vías que edifiquen el arte que cuando de plástica se trata, debe estar indisolublemente unida a la estética, ser expresiva por sí misma y capaz de provocar sentimientos encontrados entre sus observadores, pero también de conmover a ellos, sin que el autor, como en el caso que nos ocupa, tenga necesidad de explicar.

Y no va más, Rilda Paco no merece ni ser juzgada por autoridad terrenal alguna, ni darle más notoriedad que la que ya alcanzó deshonrando a quien está muy por encima de cualquier otro santo y apenas por debajo de la Trinidad.

El autor es jurista y escritor.