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Olvidar a los dioses

Ernesto Bascopé Guzmán

Los soberanos de la Antigüedad afirmaban tener influencia en el mundo espiritual. Es por ello que, además de gobernar, tenían la misión de apaciguar la cólera de los dioses y ganarse su favor. El bienestar de sus sociedades dependía entonces de que hicieran un buen trabajo, construyendo monumentos en honor de esos seres invisibles, por ejemplo, o presidiendo complicadas ceremonias religiosas... Junto a ellos, una casta de nobles y sacerdotes se ocupaba, evidentemente, de defender estos argumentos. Entre faraones, emperadores e incas, extensa es la lista de gobernantes que recurrieron a la superstición para afianzar su poder.

No resulta sorprendente que estos mitos y rituales hayan sido tan eficaces. De alguna manera, dichas ficciones mitigan la angustia de la existencia, siempre a la merced del azar. Se trata de una característica de la naturaleza humana que los poderosos han aprovechado desde siempre para sus propios fines.

Hoy en día, quien pretenda gobernar por derecho divino o recurriendo a artes mágicas recibiría, cuando mucho, una sonrisa de compasión y, más probablemente, una cita obligada con el siquiatra. Afortunadamente, esta elemental forma de pensamiento, aquella que ve manifestaciones mágicas en cada aspecto de la vida, ha sido expulsada a los márgenes de la existencia. Es cierto que todavía demasiada gente recurre a charlatanes de diversa condición, desde astrólogos a médiums, pero ninguna de estas expresiones residuales de la superstición ancestral serviría como argumento serio para gobernar.

Y sin embargo, resultaría demasiado optimista afirmar que las sociedades modernas se han librado completamente del lastre del pensamiento mágico.

Cuando algún político promete que la realidad cambiará gracias a su fuerza de voluntad o compromiso, nos encontramos frente a un eco lejano de los antiguos conjuros para atraer el favor divino. Así, ninguno de estos políticos explica cómo cumplirá sus promesas -y muy pocos se lo exigen-, limitándose a transmitir una imagen de capacidad y poder, usualmente con resultados tangibles en términos de votos. Otros, quizás inspirados por los rituales del pasado, convocan a multitudinarias manifestaciones donde se presentan como los poseedores de alguna verdad trascendente. Nuevamente, no hay argumentos ni razones, solo una vaga promesa de que son capaces de asegurar protección y bienestar con su sola presencia.

En Bolivia, lamentablemente, la política ha dado paso al pensamiento mágico. En efecto, resulta imposible no pensar en ello cuando se nos dice que la estabilidad económica depende de la permanencia en el poder de un solo hombre; o cuando se defiende la curiosa idea de que el espantoso edificio que se levanta en la plaza Murillo, una suerte de templo al despilfarro y la megalomanía, es a la vez un signo y una invocación de desarrollo y progreso. En ese sentido, podría interpretarse el efímero y ya casi olvidado “banderazo” como un acto religioso para atraer la buena voluntad de fuerzas misteriosas.

Alcanzar la edad adulta implica dejar de lado las supersticiones y confiar en la propia capacidad y valor para enfrentar los desafíos de la existencia. Sucede lo mismo con las naciones. El desarrollo de Bolivia pasa entonces por abandonar el pensamiento mágico en el campo político y convencernos de que el futuro no depende de salvadores o de seres indispensables, sino del trabajo y energía de todos nosotros. Se trata, en suma, de olvidar a los dioses y, sobre todo, a los que se pretenden sus intermediarios.

El autor es politólogo.

 
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