Hubo gobiernos, de tendencia progresista o conservadora, de extracción militar o civil, que reiteraron su propósito de lograr días mejores para el país, a su paso por el histórico caserón de la plaza Murillo. Con excepción, obviamente, de algunos que no merecen ser mencionados en estas líneas.
Fueron idolatrados, en ciertas ocasiones, por las multitudes, endiosados, asimismo, por sus simpatizantes. El solo mencionarlos se constituía en la consigna político partidaria y sus palabras significaban el mensaje ideológico. No importaba su condición social. No importaba si eran uniformados o civiles. Lo que importaba, de ellos, fue su carisma, su identificación con los supremos intereses nacionales y con los sectores populares. Todo ello está debidamente grabado en la memoria de la ciudadanía.
Aquellos han vivido atormentados por los problemas coyunturales en momentos de paz o convulsión social, de crisis o bonanza económica. Avivaron permanentemente proyectos de contenido socio-económico y político-cultural, a fin de que sus resultados favorezcan los intereses nacionales. Y, en particular, a quienes aspiraban mejores condiciones de vida. Hubo, entre ellos, un joven dignatario de Estado, de 33 años de edad (1), quién, al no haber alcanzado los objetivos que se había trazado como jefe de Gobierno, se descerrajó un tiro en la cabeza. Nuestro pasado estuvo siempre plagado de cuadros trágicos que hirieron la sensibilidad humana.
Jamás aquéllos asumieron el Poder para apropiarse de los recursos del Estado, sino para poner de manifiesto la vocación de servicio a favor de la Patria. Estuvieron muy ocupados en administrar debidamente la cosa pública y no se dieron pausa para asuntos personales. No tuvieron tiempo para preocuparse de la suerte que iban a correr en el futuro. Por lo visto, los intereses particulares estuvieron en un último plano.
Pero quienes se enriquecieron aprovechando la confianza, la figura y popularidad de esos hombres de Estado, fueron los rastreros, los acostumbrados a doblar la cerviz, con una actitud servil e indigna. Ellos, de la noche a la mañana, salieron de la pobreza. Diestros en la práctica de los “negocios” lícitos e ilícitos, engrosaron el círculo de los nuevos ricos.
Los buenos gobernantes, desde la fundación de Bolivia, han contribuido al engrandecimiento nacional, extremando esfuerzos, en circunstancias, inclusive, de vacas flacas. Y muchos de ellos vivieron sus últimos días pobres y olvidados.
Es bueno rememorarlos, ya que, pese a la adversidad, supieron construir una Patria duradera y con futuro promisorio. La ingratitud ha sido el síndrome que nos insensibilizó, hoy como ayer. De ahí que al unísono digamos: honor y gloria a esos hombres de Estado.
En suma: tuvimos gobernantes que honraron la dignidad y la honestidad.
(1) Germán Busch nació en Santa Cruz en 1904 y llegó a la Presidencia en 1937.
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