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[Ignacio Vera]

La espada en la palabra

Realidad de nuestra pedagogía y educación


Parte II

Teníamos dicho, la semana pasada, que una tesis de licenciatura con la que hoy un estudiante de una de nuestras universidades obtiene la titulación (cuando hablo de nuestras universidades, me refiero a las más importantes, entre públicas y privadas, dado que en nuestro medio hay unas tan pequeñas e informales que no tienen puntos de consideración serios cuando tratamos de estas cuestiones) no constituye un descubrimiento o lo que podría dar paso a un descubrimiento, ya sea en las áreas de instrucción técnica o de ciencias exactas, o en los campos puramente teóricos o de letras.

En este sentido, bien se me podría replicar con que hoy el saber humano se ha ensanchado tanto, que es difícil para un alumno de pregrado, e incluso de posgrado, desarrollar un trabajo que constituya un descubrimiento o una invención, o que al menos dé paso a uno u otra; o con que para empaparse de una rama de la ciencia hoy, dada la inmensidad de ésta, se necesitaría una vida, o todavía más.

Tales argumentos son ciertos y yo nada tendría que oponer frente a ellos.

Pero lo que sí sé, y con seguridad, porque puedo comprobarlo, es que un licenciado de hace 50 años era más versado y seguramente más crítico que un doctor de hoy. ¿Dónde está, pues, el origen de este problema? En las nuevas concepciones educacionales y pedagógicas -como ya teníamos dicho en la anterior nota- (que bien se podría llamar vanguardismo educacional), que hoy se las tiene como incuestionables porque parecería que forman mejores profesionales. Con estas concepciones se pretende, en una palabra, hacer a la persona más crítica que memoriona, más práctica que ilustrada; y de esta forma, se piensa ingenuamente que el cambio del espíritu de la cátedra, que hoy es como un simulacro de conversatorio que se da entre los alumnos y el profesor, es lo que ejecutará el tan anhelado cambio, pero lo que en verdad sucede es que todo aborta en una informalidad de magisterio que degenera cada vez más el profesorado universitario.

Se piensa que el estudiante es quien debe construir el conocimiento y que aquél bien puede rebatir con toda soltura y con todo derecho las ideas del catedrático, porque “no existe verdad absoluta”. Pero, entonces, ¿para qué ya profesores universitarios? Bien serían suficientes un par de libros y unos cuantos cuadernillos para que el alumno se instruya solo.

Lo que falta son buenos catedráticos, que sean rigurosos e inflexibles a la hora de calificar, pero, sobre todo, ilustrados. Quizá haga falta un leve giro hacia la cátedra magistral, ésa que se escuchaba en las aulas de antes y en cuyo seno se criaron tantas lumbreras del pensamiento y de la ciencia. Se precisa que el conocimiento sea absoluto, para que de esta manera el saber no sea relativo. El modo de graduación para todas las carreras vinculadas a las ciencias sociales debiera ser el examen; pero dicen los teóricos de la nueva pedagogía que los investigadores sociales deben saber investigar. ¡Yo les respondo que esas personas aprenderán a hacerlo de manera autónoma, en tanto les provean un bagaje intelectual sólido e irrebatible, adquirido solamente con la espátula de la memoria y la lectura! Ahora bien; las carreras relacionadas con las ciencias exactas sí precisan, por su esencia, de una investigación como modo de titulación, dado que ningún físico es un gran físico por saber de memoria las fórmulas de Maxwell, como ningún botánico lo es por tener en su cabeza y para siempre las hipótesis de Jungius. Los científicos de carrera sí deben presentan un trabajo que, como hemos dicho, pruebe su capacidad investigativa y descubra o dé paso a un descubrimiento.

Todas estas ideas deberán ser contenidas en un nuevo proyecto y en una nueva ley.

Eso es, en líneas muy generales, quizá demasiado, lo que puedo decir y plantear sobre la situación de nuestra educación, que deberá, tarde o temprano, hallar un nuevo camino.

El autor es licenciado en Ciencias Políticas.

 
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