A nadie le extrañe que cualquier día abra la puerta de su casa para irse al trabajo y encuentre cebollas o baratijas de cualquier índole vendiéndose bajo un improvisado techo cuadrangular de tela, que le impida el paso. La Paz se ha ido convirtiendo en la última época en un mercado de pulgas sin orden ni concierto. Si logra llegar finalmente al centro citadino donde casi todos convergen, con seguridad, se tropezará con alguna marcha de arengas y estribillos de lo más variado de acuerdo con el descontento de sus actores. Unos soeces y otros no tanto, dependiendo de si fueron por la ficha que les evite la multa o lo hagan por propia convicción (caso último, muy inusual).
Es inevitable caminar sorteando a los radiotaxis, dotados de eficientes mecanismos para romper tímpanos y que por el centro, aparte de demorar más de lo que con los pies uno puede avanzar, van a cobrarle lo que se les venga en gana, según su apariencia y la cara de angustia que exponga por llegar a su destino. Así que al paceño actual no le queda más que barajar con cuidado las pocas opciones que tiene, sobre todo en su andar, que muchas veces debe hacerlo por la calzada, habida cuenta que las aceras están ocupadas por las caóticas marquesinas de los incontables anaqueles, fondas y cualquier establecimiento, que a estas alturas carecen hasta de nomenclatura, con tal de que provean algún dinero que llevar a casa.
Si uno logra desplazarse algunos metros en la vereda, sin tener la obligación de compartir la calzada con los microbuses, hay que sufrir las consecuencias de los impresentables asfaltos, cuya composición parece acusar la presencia de levadura, en lugar del viscoso alquitrán. No de otra manera se explica que las plataformas de las calles paceñas rebalsen hacia las aceras, superando la altura de éstas. Así, ya nos acostumbramos cuando debemos cruzar por los zigzagueantes pasos de cebra, no a bajar a la calzada sino a subir a ella, y en muchos lugares desafiar a la previsión para no caer de los enormes grumos de grava que poco antes con pompa se inaugurara como moderna vía.
El Gobierno Municipal aún no conoce el pavimento rígido aconsejable para la empinada capital; o calidades asfálticas más clementes con los vehículos que hoy deben dejar pernos en el piso al ritmo del traqueteo que impone la pobreza de las obras.
Más sombrío es pretender llegar al centro político, cuyas calles aledañas desde hace años están encalaminadas, dando un aspecto desolador al entorno, de manera que es imperativo caminar en la calle con la vista al frente, para no agujerearse la testa con una sorpresiva punta metálica o desayunarse con una valla de “prohibido el paso”, que le obligue a circunvalar algún manzano. Y no es aconsejable alzar mucho la vista, para no ver allí, detrás de Palacio Quemado, la grosería de concreto que un ex presidente hace poco llamó engendro.
Muchos opinarán que el ahorro del agua sobrepuja a la belleza ornamental de la ciudad, pero en el último año el GAMLP ha descuidado tanto los impecables jardines que embellecían las plazas, que no ha pasado una podadora por ningún césped desde hace meses, haciéndolos espacios de maleza desagradables a la vista. Las marañas de cables en el casco viejo, no solo son tenebroso panorama, porque lo peor es que comprometen nuestra seguridad. Ya vendrán pronto los chaqueos que nos eviten ver más cosas feas.
La Paz, tiene aun así una belleza intrínseca, natural y de su herencia colonial que no es mérito de sus autoridades. Pero como toda regla tiene su excepción, el PumaKatari, algunas líneas del teleférico y un servicio de recojo de basura que pretende ser moderno, son lo destacable del último tiempo.
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