Durante algunos periodos los intelectuales y, en menor medida, las masas del Tercer Mundo se han sentido atraídas por modelos autoritarios de modernización, sobre todo por regímenes que vinculan paradigmas socialistas de desarrollo con prácticas autoritarias, nacionalistas y populistas. Por ello es nuestro deber recordar las insuficiencias teóricas contenidas en las doctrinas marxistas y los aspectos negativos asociados al socialismo realmente existente, aunque sea en la modesta figura de una intención pedagógica.
Desde el principio (1917) las corrientes socialistas han estado demasiado convencidas de la propia verdad y del presunto error básico de todas las otras teorías y tendencias. La arrogancia y el dogmatismo de Karl Marx, que al comienzo eran meras particularidades personales, se transformaron con el tiempo en el intento de monopolizar la verdad en cuestiones históricas y sociales y de imponer esta verdad a la fuerza, sin preocuparse por las víctimas de estas operaciones inquisitoriales. Marx despreciaba la vida rural, detestaba toda manifestación religiosa, combatía la multiplicidad de formas sociales y políticas anteriores a la era capitalista y desahuciaba todo modelo cultural que no siguiese las pautas de desarrollo anticipadas por Gran Bretaña. Marx fue, implícitamente, un apologista de la racionalidad instrumental.
Para comprender este totalitarismo que se extiende desde el marxismo primigenio hasta la vida cotidiana de Corea del Norte en el presente, debemos también considerar algunos aspectos centrales de la praxis socialista. Todos los dirigentes marxistas, incluidos los cubanos, han supuesto que el aparato burocrático y la organización del partido representan, en el fondo, fenómenos altamente positivos, que pueden tener algunas fallas, pero que a largo plazo son imprescindibles, benéficos y progresistas. Hasta su muerte y en contra de toda la experiencia cotidiana, V. I. Lenin creyó en la omnipotencia y bondad del aparato de Estado. Su legado teórico fue el enaltecimiento de esa gran máquina burocrática, el partido, que según él, debía ser sometida a purgas constantes para mejorarlo.
Un modelo de sociedad razonable tiene que restringir a un mínimo la burocracia, máxime si se trata de un organismo con un hambre insaciable. En cambio vemos que en la esencia misma del pensamiento leninista, al cual se remitieron todos los sistemas socialistas hasta 1989 (y los grupos radicales hasta la actualidad), se halla una sobrevaloración inequívoca de la organización burocrática y de sus métodos. El resultado fue la conformación de una sociedad disciplinada y jerarquizada, indiferente a valores tales como democracia y pluralismo, que se consideró a sí misma con la encarnación de la perfección social sobre nuestro planeta y cuyos ciudadanos tenían la libertad de identificarse con los objetivos y las razones del Estado omnisciente.
Los experimentos socialistas resultaron ser colosos de bronce con pies de arcilla (usando el lenguaje del Antiguo Testamento). Paradójicamente el socialismo ha resultado ser el camino más largo y arduo desde un capitalismo incipiente a un capitalismo más o menos moderno. Los problemas de la transición (a partir de 1989) son por ello gigantescos y tal vez insolubles en largas décadas. No sólo el fundamento económico-técnico legado por los comunistas demostró ser anacrónico, exiguo y enmarañado, sino que estos regímenes dejaron un tejido social y moral en plena descomposición y una red institucional totalmente precaria. Por un lado el mercado libre y una propiedad privada digna de ese nombre se hallan todavía en pañales, pero por otro tampoco funcionan ya la burocracia, los métodos de planificación y la antigua administración estatal. Las consecuencias son conocidas, sobre todo en el territorio de la ex-Unión Soviética: aumento dramático de la criminalidad cotidiana, surgimiento de mafias en lugar de empresas privadas, dilatados fenómenos de anomia, desesperación y penurias, luchas nacionalistas de índole simplemente irracional y la posibilidad de un nuevo gobierno totalitario.
En la Rusia contemporánea, por ejemplo, no se puede hablar de empresarios liberales celosos de su independencia frente al Estado, innovadores en el campo tecnológico y organizativo y partidarios de un régimen anti-absolutista, liberal-democrático y tolerante, sino de grupos monopolistas íntimamente vinculados al aparato estatal y, simultáneamente, enemigos recalcitrantes de un ordenamiento jurídico claro, previsible y razonable. Los miembros más conspicuos de la actual empresa privada rusa eran hasta hace poco ministros y altos funcionarios del régimen comunista, gerentes de los grandes conglomerados de la economía estatal planificada e inclusive ideólogos del socialismo revolucionario.
Realmente, muy rara vez en la historia hubo una discrepancia mayor entre las pretensiones y los resultados de un modelo socio-político como en los casos de Cuba, Corea del Norte y otros experimentos en el Tercer Mundo. Estudiando estos regímenes, uno puede darse cuenta de la ingenuidad reinante entre la gente llamada progresista en numerosas sociedades latinoamericanas.
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