La espada en la palabra
A lo largo de una vida, hay cosas que deben ser dichas en momentos específicos porque no aceptan prórroga ni silencio, y a mí me ha tocado una de esas cosas y uno de esos momentos.
Desde que tengo la posibilidad de hacer saber mis opiniones concernientes a varios asuntos, unos del debate público o cívico, y otros más vinculados a cosas como la estética, por ejemplo, he recibido críticas, unas bien intencionadas y otras mal intencionadas, o más bien críticas sanas y diatribas, pero que se refieren todas a un supuesto conservadurismo que se refleja en lo que digo.
La juventud es la juventud. No se puede combatir las actitudes inherentes a la juventud indómita. Una vez me dijo un compañero de universidad, cuando hacíamos la licenciatura en Ciencias Políticas (y creo que parafraseaba una frase de un escritor), que hay que ser necio para no ser revolucionario e izquierdista en la juventud, y que hay que ser doblemente necio para serlo en la madurez. La sentencia es muy cierta y muy profunda. Si los jóvenes de hoy se figuran como los más revolucionarios, se equivocan, pues en el mundo nunca sucede nada nuevo. Examinad el pasado y os daréis cuenta de que la rebeldía de los jóvenes viene de antiguo, claro está que en otras formas y bajo otras circunstancias. Los jóvenes no saben lo que quieren. No pueden saberlo porque les falta experiencia y sabiduría, pues no se debe confundir la opinión fresca con el juicio inmaduro.
Mis ideas sobre estética y educación, sobre política y sociedad, tal vez reflejan una adhesión más a las leyes de siempre que a la avanzada, al romanticismo que al dadaísmo, al clasicismo que a la contemporaneidad; quizás porque creo en la belleza como un ideal inalcanzable y en la política escrita con mayúsculas, noble y como la pensó Aristóteles. Quizá nací con un espíritu viejo y por eso el tono de mis palabras. Sería un alma falsa, o cuando menos un esnob, si predicase ideas revolucionarias y de utópico progresismo (en el arte y en la política, por ejemplo) sin que yo me las creyese y solamente para caer bien, como hacen muchos, sin creer ni en una sola cosa de las que dicen o escriben.
Si algún día tuviese la oportunidad de estar frente a una situación de decisión pública, no sería un conservador, sino un magistrado prudente, que es cosa distinta. Mi lema es la libertad dentro del orden, que de ninguna manera es status quo.
Si hay un feminismo verdadero y hasta práctico, es el de Gabriela Mistral, o el de Rosa Luxemburgo, auténticos dechados de superación. Es el feminismo del esfuerzo, de la inteligencia, y no el del pintado de muros ni el de salir desnudos por las calles, porque los más trascendentales cambios se operan en las mentes y en los espíritus antes que en las barricadas; me figuro la vida de un empleado de una oficina suiza de patentes, graduado de la Politécnica de Zúrich, que persiguió una de las revoluciones más importantes, y de hecho más importante que cualquiera de orden social o político.
Creemos que el mundo no ha cambiado en absoluto; falso. Las conquistas se han hecho graduales, con el esfuerzo y la preparación, y son patentes. Creemos que con blasfemar la religión hemos aportado gran cosa a la causa; mentira, pues ¿qué ha cambiado en el mundo? Todo sigue siendo como antes, aún después de haber exhibido y pisoteado cruces volcadas en las calles...
No creo en lo revolucionario y contrario al orden, pero sí en lo revolucionario y afín a la civilización.
El futuro es de la juventud, ciertamente, y está destinada a hacer de ésta su protagonista. Pero antes cualquier joven debe estudiar y prepararse para la vida, y saber diferenciar las palabras república y monarquía, para comprender que los cambios no solamente son de generaciones, sino de ideas y de prácticas.
Y según mi modesto caletre, nada de lo escrito aquí refleja conservadurismo.
El autor es licenciado en Ciencias Políticas.
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