La constante mención positiva de la Revolución Cubana en los discursos de los presidentes populistas de Bolivia, Nicaragua y Venezuela y en las declaraciones de los movimientos radicales hace imprescindible recordar algunos hechos asociados a este fenómeno. Globalmente la historia de la Cuba castrista no es reconfortante, a pesar de la inmensa propaganda montada a favor de esta revolución. Desde el comienzo (1959) la economía cubana ha carecido de criterios realistas y de éxitos materiales genuinos. En el plano logístico-organizativo los gobernantes han promovido decisiones irrealistas, de carácter perentorio, mientras que en los niveles inferiores se han extendido la negligencia y la apatía como normas diarias. La realidad cotidiana de la isla consistía y consiste en la desproporción entre las metas teóricas y los efectos prácticos, en el desorden habitual de la administración pública y en la pérdida de tiempo que significa cualquier trámite para el ciudadano común.
Las privaciones, la desorganización de la vida pública, la muy manifiesta mentira oficial y el terror policial han fomentado una atmósfera de miedo: el que sienten los individuos atomizados frente a un Estado omnipotente. Los aparatos represivos protegen a la población de todo pensamiento o acción pecaminosa y fortalecen el dogmatismo gubernamental. La falta de normas legales bien definidas, el estilo carismático de los hermanos Castro y su horror a la institucionalización de procedimientos estatales y el mal funcionamiento de la economía en general han dado lugar, por un lado, a una notable anomia legal, y por otro, al surgimiento discreto pero seguro de una nueva élite de privilegiados. Esta nueva clase alta abarca varios sectores diferenciados. Por un lado tenemos a funcionarios del aparato estatal que están vinculados a las inversiones extranjeras, quienes (todavía) no son propietarios legales de los medios de producción, pero que probablemente -imitando el modelo chino- terminen como los empresarios privados en la próxima década. Luego tenemos a la gente mejor informada, con poder de decisión, con un nivel de vida más elevado que el promedio cubano, gente que no tiene que perder personalmente su tiempo en colas, trámites y asambleas laborales y que puede, por ende, hablar enfáticamente del “hombre nuevo” y despreciativamente de los “problemas materiales”. Estos dos estratos altos se destacan por las características que son propias de élites privilegiadas en sistemas totalitarios: sus miembros son dogmáticos y oportunistas simultáneamente, flexibles frente a las nuevas políticas estatales y sumisos ante los gobernantes de turno, porque saben que su base material es precaria y muy sensible con respecto a los juegos aleatorios del poder supremo.
En esta atmósfera, llena de curiosidades en el campo de los comportamientos recurrentes, la cúpula dirigente ha preservado el antiguo sistema de un dilatado de control social, resucitando algunos elementos de la tradición ibero-católica, que van desde la solidaridad indiferenciada de ritos colectivistas hasta la consigna masoquista “Revolución es sacrificio” (originalmente de 1969). Esto se ha convertido en inevitable a la vista de una modernización forzada que está acompañada de carencias cotidianas agudas. Hasta 2006 (jubilación de Fidel Castro) Cuba constituía un pueblo de espartanos obligados, que tenían a un epicúreo como conductor (Fidel), quien se daba el lujo de gobernar la isla autocráticamente y de hacer promesas que nunca fueron cumplidas. El pueblo está acostumbrado a callar y a obedecer. Como afirmó Octavio Paz, Fidel Castro encarnó al último gran caudillo latinoamericano del Siglo XX en la mejor tradición hispano-árabe, de índole paternalista-patriarcal, histriónica y extrovertida, de carácter patológicamente egocéntrico y megalománico, con evidentes inclinaciones dinásticas. Y por todo ello bastante popular.
Pese a pequeños cambios cosméticos a partir de 2006, ha persistido el rechazo de todo organismo que pueda fiscalizar las instancias superiores del partido y del Estado. Fidel Castro calificó el parlamento, la libertad de prensa y las elecciones como meros “anacronismos”, que ya no estarían a la altura de las nuevas técnicas estatales para la movilización de masas. El máximo líder aseveró que el pluripartidismo constituye una pluriporquería. Desde entonces la esfera política no se ha modificado sustancialmente. Y eso es lo preocupante. En algunos países del antiguo mundo socialista (China, Vietnam, Cambodia, Laos) se vislumbra un “nuevo” modelo social, que consiste en totalitarismo político unido a un cierto liberalismo económico, que favorece otra vez a una élite convencional. Este es probablemente el destino de Cuba en las próximas décadas.
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