Todo el año anterior a 1952 fue de gran convulsión. El viejo modelo político social del país, sostenido contra viento y marea por la oligarquía minera y los propietarios de la tierra, que sostenían la imposibilidad de cambiar el modelo feudal y de servidumbre que se mantuvo por siglos, requería un gobierno que los proteja.
Mamerto Urriolagoitia fue elegido con el presidente Enrique Hertzog, como su vicepresidente. Ante la renuncia de Hertzog en 1949, Urriolagoitia asumió la presidencia de la República, cargo que ejerció hasta que, después de las elecciones presidenciales de 1951, entregó el gobierno a una Junta Militar presidida por el general Hugo Ballivián Rojas. Esto como una solución para encarar la derrota en las elecciones, que fueron ganadas claramente por el MNR.
En su corto período presidencial, Urriolagoitia se mostró duro e intransigente con la oposición: varios dirigentes políticos fueron exiliados, como Lechín, Lora y Fellman; lo mismo sucedió con el jefe de la Falange, Óscar Únzaga. Se proscribió al Partido Comunista de Bolivia
De igual manera, Víctor Paz Estenssoro, exiliado en Buenos Aires, o eventualmente en Asunción, intentó en dos oportunidades retornar a Bolivia para apoyar las elecciones. Pero los aviones que debían dejarlo en Santa Cruz, fueron obligados a retornar a Asunción para desembarcarlo en esa capital. Pese a ello, siguió coordinando las acciones políticas con sus fuerzas en La Paz, que finalmente le aseguraron una victoria contundente.
El desconocimiento al triunfo del MNR fue conocido como el “mamertazo”.
Como señala Luis Antezana Ergueta: “la victoria del MNR en las elecciones generales alteró todos los planes del gobierno de los terratenientes. No solo eso. En vista de que el gobierno militar no iba a entregar el gobierno a la candidatura triunfante, el MNR ingresó en una etapa de franca conspiración para apoderarse del gobierno”.
Como principales interesados en el cambio eran los campesinos, éstos empezaron a promover una guerra regular y guerra de guerrillas con grandes levantamientos en los distritos agrarios de La Paz, Oruro y Cochabamba.
Citando fuentes periodísticas de la época, Antezana relata: “al parecer la táctica guerrillera de los indígenas consistía en atraer a las fuerzas policiales y de ejército a sitios inexpugnables para asestarles fuertes golpes de sorpresa. Primero, organizaban sublevaciones, atraían fuerzas contrarias y luego las atacaban. Así, por ejemplo, con la sublevación de 20.000 indígenas en Pucarani, se atrajo el interés del gobierno, pero cuando la comisión llegó al lugar “se encontró con absoluta calma”.
“Una vez que los indígenas habían atraído al enemigo a su terreno procedían a desaparecer”.
Finalmente, cerrando este capítulo de nuestra Historia, el 9 de abril de 1952, las fuerzas revolucionarias decidieron derrocar al gobierno del presidente Ballivián, gobierno militar, supuestamente de transición, para tomar el gobierno y poner en práctica esa simple trilogía de tres ideas que cambiarían el curso de nuestro desarrollo como país: 1) reforma agraria, 2) nacionalización de minas y 3) voto universal. Ellas permitirían incorporar a las masas campesinas como ciudadanos plenos del país, darles calidad de ciudadanos con el voto universal y recuperar las riquezas mineras que hicieron fortunas increíbles a favor de tres personajes.
La batalla del 9 de abril, en la sede de gobierno, tuvo ribetes de una verdadera guerra interna, como nos la relata Luis Antezana, en su reciente libro: “La gran batalla del 9 de abril de 1952” (Editorial Plural, marzo 2018). Una recapitulación prolija y detallada de tres días que cambiaron el curso de nuestra Historia y de nuestra forma de vida.
Los que actualmente creen haber reinventado el país, cambiándole de nombre y rebautizando todas las instituciones nacionales, son meros beneficiarios de esa larga batalla que ahora intenta desembocar en el modelo cubano o venezolano. Pero el 9 de abril nos enseñó que este es un pueblo indómito.
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