Embarcarse en el laberinto sociológico de si se puede clasificar a los hombres en razas o no, es materia de estudio profundo, aunque desde la óptica biológica, el análisis del genoma humano ha determinado que las diferencias genéticas entre ellos son apenas del 0,01%, lo que significa que si aceptamos diferencias, éstas no superan ese exiguo porcentaje. Luego, los seres humanos sí somos más diferentes que en esa sola medida, pero no por razones raciales, aunque ese tema dejamos a quienes tienen autoridad para su estudio.
Muy a pesar de esa comprobación científica, en los hechos la discriminación racial tiene remota data. Los asirios ya expresaron un antisemitismo que hasta hoy sigue de manifiesto. Aristóteles mismo fue partidario de la esclavitud y xenofobia, y ya en la contemporánea Sudáfrica, Nelson Mandela eligió permanecer preso por 27 años, antes que rendirse ante el célebre apartheid que una minoría blanca impuso desde Pretoria.
Pero en un país donde predomina el mestizaje, no obstante que a algunos no les agrade, resultan un retroceso cultural las expresiones discriminatorias que hace semanas fueron captadas por cámaras, que han desnudado la miseria de un cholaje que se siente superior al indígena, humillando y degradando en los dos publicitados casos, el origen ancestralmente nativo y cargando en sus conceptos, un fuerte desprecio, instigador del odio hacia sus víctimas. Se podrá endilgar responsabilidad histórica a la España colonialista que en el Siglo XVI institucionalizó el racismo y segregación, al hacer una clasificación de las castas, diferenciando nítidamente al europeo, del nacido en el nuevo mundo, aun de padres españoles; pero eran tiempos en que la América no tenía una identidad propia.
Bolivia hoy es un país de característica esencialmente mestiza y, por tanto, ajena a la oprobiosa “limpieza de sangre” impuesta por los judíos. Pero con inocultable tendencia a influir en la política pública, leyes y una repudiable diferenciación, entre nosotros la discriminación tiene génesis político-ideológica, porque más allá de las diferencias étnicas -que las hay-, ellas residen en su cultura, origen, tradiciones e historia. El color de la piel no es más que la envoltura de quienes, sin distinción, merecen en ese orden de cosas el respeto a sus derechos y dignidad de bolivianos.
Las actitudes de segregación, raciales y xenófobas de dos impresentables cruceños, de quienes prefiero no conocer sus nombres, así como desde los círculos del poder público, que con discursos incendiarios alientan odio contra los contados caucásicos, no son más que muestras de una incultura y racismo neocolonial que no condice con la ley en ese contexto vigente ni con la igualdad fogosamente proclamada ante aquella. Y es que es una realidad innegable que ese racismo de una ciudadana del oriente, recapitula el insulto a la dignidad humana de la Alabama de Rosa Parks, y el otro, todavía más iracundo, recoge la ridiculez xenofóbica todavía latente en los Estados Unidos respecto a la comunidad latina. Esas conductas se replican, con menos barbarie, en todo el occidente contra compatriotas del oriente del país.
Sentarse sin complejos y con igualdad, en un vehículo de transporte público al lado de quien sea, o estudiar con los mismos derechos en una Universidad del país, esos sí son derechos humanos que un boliviano debe ejercer, pero pasearse por las calles de El Alto sin pedir permiso de alguien, es también derecho inalienable de cualquier camba. Aunque aceptáramos dogmáticamente las diferencias raciales, jamás podríamos consentir en la superioridad genética de una sobre otra. Ser de la derecha tampoco es sinónimo de ser ladrón, ni ser socialista equivale a servir al pueblo, como ya lo comprobamos en los últimos años.
El autor es jurista y escritor.
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