Antonio Pulido
Por un acuerdo estadístico internacional, que proviene de los inicios de las Contabilidades Nacionales hacia mediados del pasado siglo, se excluye del PIB las actividades “productivas” de los hogares. Se recoge sus gastos en bienes y servicios producidos por el sector público y las empresas, pero se ignora el valor de los bienes y servicios de producción propia. Y este acuerdo tiene importantes efectos económicos y sociales.
Se valora la producción de servicios sanitarios o de educación privados (a precios de mercado) y públicos (a precios de coste), pero no el tiempo dedicado por las personas a nivel individual, familiar o colectivo.
Lavar la ropa, preparar la comida, cuidados a enfermos o tiempo dedicado a educación no se valora en el PIB excepto que sea producida externamente. De ahí la tantas veces repetida observación de Samuelson de que el PIB se reduce si un hombre se casa con su cocinera. En términos más modernos, si una pareja pasa a producir en casa lo que antes hacia un empleado/a del hogar o una empresa de servicios o un servicio público.
Detrás de la decisión de no considerar a las familias como productoras de bienes y servicios hay diversas razones (o disculpas). La más inmediata es la dificultad de dar valor a un tiempo individual empleado que “inicialmente” es gratis. Pero, además, se consideró que delimitar las actividades productivas de las personas conducía a decisiones arbitrarias: ¿hacer gimnasia, oír música, tener reuniones de amigos debería valorarse? Más actual: ¿participar en redes sociales, utilizar apps o buscar información en internet? El peligro podía estar en añadir al nuevo PIB unas cifras relativamente arbitrarias y de gran magnitud, que lo convirtieran en una medida poco útil para seguir el crecimiento macroeconómico de un país.
Pero pienso que una visión más acorde con la actual realidad económica, social y tecnológica, exigiría repensar la decisión de los fundadores de la Contabilidad Nacional. Daré sólo tres razones muy inmediatas, que no intentan nada más que animar a una reflexión en profundidad que ya está en marcha en muchos ámbitos.
La primera tiene que ver con las justas reinvindicaciones feministas. No valorar el trabajo, prioritariamente de la mujer, en las tareas domésticas es el origen de desigualdades y de una cultura de infravaloración de la importancia de actividades en el hogar tan importantes como el cuidado de los hijos o familiares, educación, alimentación o mantenimiento. La justicia de repartir el tiempo dedicado es más evidente al disponerse de datos y reconocerse socialmente su valor.
Una razón complementaria es que el esfuerzo ya realizado por expertos y oficinas estadísticas para valorar intangibles abre la puerta a propuestas igualmente imaginativas para la producción de los hogares. Si somos capaces de medir el valor de una marca, una mejora organizativa o la formación de empleados, ¿no podemos medir la inversión en educación nuestros hijos, la aportación de los hogares a la sanidad o incluso el valor de los intangibles creados en internet a escala particular?
La tercera razón es que tendemos hacia una economía más social y colaborativa. La participación ciudadana, el altruismo, las instituciones sin fines de lucro exigen un mayor conocimiento y valoración de sus actividades. Es un sinsentido no dar relevancia económica a los esfuerzos, sin compensación económica directa, de voluntarios o miembros de clubs, asociaciones y organizaciones sin fines de lucro. No cuesta no es igual a no vale. Pongamos, por ejemplo, precios-sombra: lo que costarían si se hiciese por otras instituciones.
Necesitamos una Nueva Contabilidad Nacional al servicio de una Nueva Economía.
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