Algo más que palabras
Cada día soporto menos las nubes del desconsuelo, y aunque muchas veces parecen espesarse, siempre hay un motivo para olvidarlas, a pesar de nuestras debilidades. El poder de la acción de cada cual, aunque en conjunto se avanza más, siempre nos insta a un servicio generoso e incondicional como ese poeta en guardia, que sale cada mañana dispuesto a abrazar la aurora para sentirse poesía. Ya está bien de tantas sombras inútiles, que nos dejan sin horizontes despejados, en medio de un camino que hemos de transitar unidos.
Quizás tengamos que aprender a renunciar a nuestros caprichos y ser más solidarios, si en verdad queremos crecer en la diversidad, que es donde se forma verdaderamente uno, hermanándose con el empaque de la sencillez y de la comprensión. En su tiempo, Françoise Sagan (1935-2004), escritora francesa, acostumbraba decir que “amar no es solamente querer, es sobre todo comprender”. Y ciertamente, así es, cada ser desde su individualidad ha de confluir a entenderse, consigo mismo y los demás, para poder vivir en esa ansiada paz que todos deseamos poseer en nuestro diario existencial.
En el fondo, impera una sola tristeza, la de no ser humanos. De ahí lo fundamental que es sentirse vivos, y por ende, dispuestos a la acción para no ser una masa ignorante, a la que es fácil distraer y adoctrinar. Por eso es saludable recordar el pasado, al menos para no estar condenados a repetirlo, pero también es esperanzador vivir el presente con ilusión, sabiendo que lo importante es confluir con la carga en el ahora, para que el futuro deje de torturarnos. En ocasiones, estamos demasiado inmersos en batallas inútiles, sin sentido alguno, y no acertamos a conciliar lo armónico que es lo que realmente nos engrandece como ciudadanos de este globalizado mundo, más enfrentado que fraternizado.
Por consiguiente, es vital que despertemos, que abramos los ojos, que miremos a un lado y al otro de nuestra realidad. Bravo, pues, por esa resolución 59/26 de la Asamblea General de Naciones Unidas al declarar los días 8 y 9 de mayo, como fechas propicias para el recuerdo y la reconciliación, para que observemos uno de esos días, o ambos, en forma apropiada para rendir homenaje a todas las víctimas de la Segunda Guerra Mundial. En su momento, la citada Asamblea, hizo hincapié en que este acontecimiento histórico estableció las condiciones que permitieron crear las Naciones Unidas para preservar a las generaciones venideras del flagelo de la enemistad. También se pensó en el desarrollo como el nuevo nombre de la alianza, reafirmando la fe en los derechos fundamentales, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas.
Sea como fuere, hay que detener a las gentes que siembran odio por doquier, porque al fin son los inocentes los que mueren, los que pagan el mayor precio. En la actualidad hay un poder destructor, activado por un espíritu bélico como jamás, que no puede quedar impune y al que hay que hacerle frente antes de que sea demasiado tarde. No podemos repetir más contiendas. Carecemos de lágrimas. Pero eso sí, nos sobran armas. ¿Cómo es posible esto? Dejemos el estado salvaje del interés, deportemos a los planificadores del terror a un reciento de rejas, obviemos a los sembradores del miedo y, en todo caso, apostemos por ese empuje conciliador que nos active hacia el verdadero arrepentimiento.
Seamos gentes de palabra y de acción, eso siempre es una necesidad, pero actuemos armónicamente como individuos pensantes, como seres con corazón, dispuestos persistentemente a ensalzar toda vida por minúscula que nos parezca. Así nació la escuela “Alianza para el Progreso” situada en una zona históricamente controlada por las FARC-EP, Vidrí (Colombia), donde trabaja una mujer de iniciativas profundas, Yasisris, una profesora que educa a los niños sobre la paz. No hay recetas fáciles, pero todo parte de lo mismo, de saber acoger y dar hospitalidad, protección a los más vulnerables para que no lleguen a convertirse en esclavos de un sistema injustamente macabro, promoviendo prácticas de integración en un mundo que es de todos y de nadie en particular, como tantas veces he escrito.
Aún hoy, las palabras de san Juan Pablo II nos alientan: “Si son muchos los que comparten el sueño de un mundo en paz, y si se valora la aportación de los migrantes y los refugiados, la humanidad puede transformarse cada vez más en familia de todos, y nuestra tierra verdaderamente en casa común”. Ojalá volvamos a nosotros mismos. Veremos que no es una utopía irrealizable, puesto que con nuestra propia autosatisfacción a veces nos sentimos los seres más pacíficos del planeta, sólo hay que tener voluntad de lograrla, espíritu de combate para concertar el abrazo, ejercicio de entusiasmo para ofertar una sonrisa por doquier, capacidad de movimiento para decididamente ponerse en una disposición a la benevolencia, la familiaridad y la rectitud. Únicamente así podemos estrecharnos en confianza, ser tronco y hacer vivero.
El autor es escritor.
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