El honor es un artículo en desuso, una antigualla abandonada en la bohardilla. Entre los valores que todavía se cita está la solidaridad, el bien común, etc., pero así como se los nombra no se los cumple, al extremo de que estamos en franco camino a una sociedad de antivalores. Sin embargo, no quiere decir que el honor deje de ser un valor que forma parte de las perfecciones a las que deben aspirar y realizar las personas. Se ha dicho que “los valores no son, sino que valen”.
El honor es un paradigma a seguir. Un don propio y sustantivo del hombre y de la mujer, un ejemplo a seguir y un blasón que defender con celo. No en vano la ofensa al honor podía llevar al hombre al duelo para vindicarlo y en ello iba la vida del ofensor y del ofendido. El honor debe brillar tanto en lo individual como en lo colectivo. La falta de honor en lo primero refleja una personalidad expuesta a los excesos, a la falta de escrúpulos y a derivar en el plano de lo antisocial. En lo colectivo podemos hablar de lo ético. La falta de este sustancial elemento precipita a una sociedad en la carencia de los valores de la Justicia, de la verdad, del bien común y de otros que permitan un todo de convivencia equilibrada y digna.
En el gobierno y la administración pública es donde la exigencia valorativa debe cumplirse con puntualidad irrenunciable y transversal, por cuanto de ellos depende en gran medida el equilibrio y estabilidad social. Sin embargo, la negatividad valorativa en su desempeño necesariamente trasciende, sembrando incertidumbre e insatisfacción. El abuso, la corrupción y el autoritarismo son expresiones de la ausencia de valores.
A determinados cargos del Estado se antepone el título de honorable; así a diputados, senadores, alcaldes, etc., aunque este denominativo no garantiza la honorabilidad de sus detentadores. Precisamente, hay dignatarios y servidores, según se los llama, que deshonran en lugar de honrar al cargo y hay otros cuyo pasado debería privarles de la situación que les otorga el título. Alguien dijo que “los gobiernos pueden otorgar honores, pero no el honor”.
Consecuentemente, el honor es “una cualidad que impulsa al hombre a comportarse de modo que merezca la consideración y el respeto de la gente”, ilustra el diccionario. Faltar a la verdad por interés mezquino o a la palabra empeñada, aparentar lo que no se es, no honrar una deuda, son actos que denuncian conductas huérfanas de honor, de dignidad y de ética. Reiteramos que los gobernantes son los más llamados a comportarse honorablemente. Hoy en día esa conducta está casi extinguida. Así, por ejemplo, no es honorable ni digno que un ministro o autoridad permanezca en el cargo sin renunciar, cuando en el ámbito donde ejerce autoridad algún hecho empañe su gestión o cuando surge la evidencia de alguna falsedad que le es atribuible.
Muy ilustrativo entre estos hechos ha sido la reciente renuncia de Cristina Sifuentes, presidenta de la Comunidad de Madrid -equivalente a Gobernador entre nosotros- por haberse atribuido un masterado que la Universidad nunca registró. Aquí ha ocurrido algo semejante, pero el responsable no se inmutó en absoluto. Viene a cuento recordar una frase de Cleóbulo: “Ojalá que yo viviera en un estado donde los ciudadanos temieran menos a las leyes que a la vergüenza”. Empero, vale decir que en nuestro país la aplicación de la ley es selectiva y se la manipula junto a la Justicia.
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