Los derechos humanos civiles y políticos están nítidamente expresados en la Declaración General de Derechos humanos y rezan entre los principales para abordar el epígrafe: la igualdad de derechos, prohibición de discriminación, derecho a participar en la gestión de asuntos estatales; aquí precisamente, se debiera añadir participación sin corrupción, que es un síntoma real de que algo no funciona o no ha funcionado bien en la gestión de un Estado.
Las instituciones diseñadas para la interrelación entre ciudadanos y el Estado son utilizadas, en vez de ello, para enriquecimiento personal y proporcionar beneficios a los corruptos, lo cual es una antinomia a la utilísima labor de un servidor público. El mecanismo de precios, que con frecuencia es fuente de eficacia económica, un elemento de crecimiento económico, puede, en forma de soborno, socavar la legitimidad y la eficacia de un gobierno.
Todos los Estados, sean indulgentes o represivos, controlan la distribución de beneficios valiosos y la imposición de costes onerosos; esta distribución de beneficios y costos de halla bajo el control de funcionarios públicos que poseen un poder discrecional. Las personas y las empresas privadas que desean un trato favorable pueden estar dispuestas a pagar para obtenerlo, siendo estos pagos corruptos si se los hace ilegalmente a funcionarios públicos, con la finalidad de obtener un beneficio o para evitar una tasa o un impuesto.
Referíamos que el derecho civil y político de participar en la gestión del Estado implica que ese funcionario actué con honestidad, conciencia moral y ética. Asumido en este estado ideal, la corrupción seria extrañada definitivamente, porque el funcionario que se beneficia del derecho a participar en la gestión del Estado debe respetar el derecho del otro que no participa en la gestión del Estado. Entonces, se crea una estructura de eficaz solidaridad, ya que el funcionario no aprovechará su poder discrecional para corromperse.
Aunque los delitos de corrupción tienen una tipología penal, en la situación actual no es suficiente, pues cuando los funcionarios públicos no conocen otra opción que continuar con las costumbres que adquieren de sus propios jefes, el cáncer se expande y extirparlo es casi imposible. ¿Cómo convierto a un funcionario corrupto a la honestidad si desde su inicio en la función pública sólo aprendió el cohecho, a extorsionar y a vivir con ello, auxiliado con considerables sobresueldos y un nivel económico que no le corresponde? La respuesta es el silencio, debido a que el problema es mental, por la aferrada costumbre transmitida para sostener el sistema de corrupción.
Así como las drogas son un problema actual sin solución, sino por la educación de los niños desde la escuela, de la misma manera se debe educar a los niños al conocimiento de la corrupción para que cuando ejerzan funciones públicas ya dispongan de la base moral incorruptible que desterraría cualquier atisbo de tentación.
Se debe desechar los eufemismos sentimentales y educar a los niños con materias específicas sobre la adicción a las drogas y la corrupción, desde la edad de seis o siete años, aunque duela el alma de los padres, apartándolos abruptamente de la ingenuidad y de la vida despreocupada de la niñez. Empero, es mejor enfrentarlos a la realidad oportunamente, antes que verlos con largas penas de privación de libertad en su adultez.
De no encarar este problema con decisión y medidas draconianas, estos niños, ya conscientes, exigirán explicaciones a las instituciones que regulan la educación y a los propios padres, acusándoles de desidia al no someterlos a una educación rígida sobre estos temas que consumen y desestructuran irremisiblemente a las sociedades.
El autor es abogado corporativo, Docencia en Educación Superior, doctor honoris causa, escritor.
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