José Carlos García Fajardo
Están proliferando en algunas ciudades de los países más desarrollados normas elementales para cuidar el medio ambiente con ayuda de los ciudadanos: dragar los ríos durante el verano, limpiar y conservar las conducciones y vertederos de agua en las ciudades y talar y acondicionar los montes cercanos durante el invierno para prevenir los incendios. Así como el necesario reciclado de los desechos en industrias próximas a las ciudades, y en hoteles, restaurantes y grandes superficies en la misma.
Una precisa síntesis de lo que se debe, y tiene que hacerse, en las ciudades para evitar daños y pérdidas durante la estación de las lluvias y de los vientos huracanados, que está demostrado que confirman el avance casi imparable del cambio climático por los ataques, sí ataques inimaginables para un ser humano normal y no cegado por la soberbia y por la codicia. No es tan difícil si los ayuntamientos, organismos públicos a quienes corresponde en primer lugar el cuidado y preservación del medio ambiento local, para empezar y del planeta de modo directo. Somos nosotros los seres humanos quienes formamos parte del planeta, así como el resto de seres animados, plantas, bosques ríos, montañas y océanos. Pero el principal responsable de esta agresión al medio ambiente somos los seres humanos por habernos creído que “la tierra pertenece al hombre”, en lugar de asumir que los seres humanos formamos parte de “la Tierra” y es igualmente falso y retorcido que “se nos dio para que la dominásemos”.
Son fábulas, mitos y falsas interpretaciones de la realidad para poder “justificar” el uso que los humanos hemos hecho de la tierra, que ha sido desastroso en los últimos siglos. Los mitos han servido para transmitir las cadenas del poder y someternos al orden que los que deberían ser los más adecuados aristoi, los “mejores”, convirtieron en oligarquías para mantenerse en el poder e intentar legitimarlo no acudiendo al sentido común que exige “justicia, no hacer daño y vivir con dignidad”. El no hacer daño a otro también se refiere a los animales, a las tierras y a los mares; adaptando el uso de las cosas a las necesidades y no a las explotaciones.
No sólo hemos inventado a los dioses, sino que nos han obligado a someternos a quienes se erigieron y para millones de seres humanos aún se imponen de forma atroz e inhumana, ergo, la que conculca el orden establecido por la naturaleza y el sentido común y de sobra es sabido lo acordado y establecido como pilares de la convivencia humana, por los sabios que en la historia han habido: No hagas daño a nadie ni a nada, reconoce la obligación de dar a cada uno lo suyo, que no es a todos igualmente, por eso surgió la equidad para moderar los abusos de las leyes y, por último pero no lo último, trata de vivir con dignidad, honestamente, abierto a los demás, sobre todo a los más débiles, porque la naturaleza no es cuadriculada en el sentido que los humanos hemos dado a la perfección, sino que es equilibrada, armoniosa y está en continuo movimiento. Ser uno mismo y asumir nuestra realidad y proceso vital, esto es, la continua transformación como nos muestra la respiración que no cesa sino en la “plenitud” de cada parte de este cosmos, el pleroma tou kronu tan sabiamente intuido por los griegos.
Estamos de paso, bien, pues no alteremos el proceso sino, como explicitaron los antiguos epicúreos, y en general los sabios de las más importantes tradiciones que nos muestra la historia, no sólo la escrita por los hombres, sino la que nos muestra esta naturaleza siempre en movimiento y que llevamos destruyendo con el mal llamado progreso y el capitalismo salvaje, así como por la codicia (no sólo avaricia) y la locura incomprensible de la explosión demográfica en la que tanta responsabilidad tiene ese falso destino e inadmisibles tradiciones seudo religiosas que han estado en connivencia con los poderes fácticos desde el paleolítico, o sea desde hace millones de años.
Pero el ser humano en su más plenaria dimensión se sabe corresponsable del cuidado de este mundo en el que “vivimos, nos movemos y somos”. Y lo que haya de suceder “después” no lo conocemos ni debería preocuparnos más de lo que nos “preocuparía” echar de menos dónde estábamos antes de nacer o qué “nos sucederá” después de muertos.
Me quedo con las sabias palabras de Sócrates, en su lecho de muerte condenado al suicidio con cicuta por “haber corrompido a la juventud (enseñándoles a pensar por sí mismos y a saberse corresponsables del orden, y por no haber dado el culto debido a “los dioses”).
- Mira, Fedón, amigo, o hay algo después o no hay nada. Si hay algo, bien me habrá valido practicar la virtud y compartirla con los demás; y si no hay nada, pues mira qué bien haber vivido como he querido en el ejercicio de la virtud y compartiendo los conocimientos.
Sin olvidar la ironía de bajarse el embozo que ya cubría su rostro por los efectos de la cicuta, y pedir a sus discípulos que “no se olvidasen de sacrificar un gallo a Asclepio, dios de la medicina”, en quien obviamente no creía.
El autor es Profesor Emérito U.C.M.
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