Aun no despuntaba el día, pero ese 11 de noviembre de 1918, se volcaba una página de la historia negra del mundo. 9.000.000 de vidas humanas, muchos más de inválidos; millares de viudas y huérfanos, fueron el aporte inocente al odio y pasiones de líderes que antepusieron sus intereses de excesivo nacionalismo a los del bien común.
El asesinato del Archiduque Austro-Húngaro como detonante de la conflagración más letal que la humanidad haya conocido hasta entonces, parece ser dato elemental, pero la descomposición en Europa tenía data más remota. Entonces hacer una retrospección de todo el proceso prebélico no es intención de la presente nota y me remito a lo que la historia ha registrado, a través de la pluma de los que se ocuparon de escribirla con semejanza casi fotográfica, que eximen su repaso en contadísimas líneas.
El armisticio de 1918 fue el fin únicamente del fosgeno y del estruendo de los cañones tanto de la Entente como de la Triple alianza, mas las consecuencias políticas y económicas desencadenaron severas restricciones a las libertades, agitación social, y con ello el desmoronamiento de las frágiles democracias que hasta 1914 imperaban en Europa. Y el mundo no tuvo siquiera que esperar el trauma de la paz inmediata que deriva en toda clase de calamidades fruto de la destrucción de sistemas políticos, de la deshumanización de las gentes, de la catástrofe de las economías, de la inmoral eugenesia de los Estados. No, porque ya en 1917 y por varios años después, el bolchevismo infligió durísimo golpe a su pueblo y para la infeliz historia de Europa, triplicó la lista de muertos. La revolución permanente pregonada por León Trotski hizo que por muchas décadas se conformara un bloque satelital en torno a la Unión Soviética, que trajo pobreza y represión en toda la órbita controlada por sus agentes, y solo comparable a la brutalidad del nacionalsocialismo del Tercer Reich.
Y vino el cataclismo del orden social. Las ambiciones de sus líderes y los intereses nacionales no acabaron en 1918, la Segunda Guerra Mundial fue su consecuencia inevitable, a cuya finalización y como por efecto dominó vino la guerra fría, desatada entre quienes para 1947 se erigían como las dos superpotencias y dejando de lado las armas convencionales, entrar en una desenfrenada carrera armamentista y de arsenales nucleares, capaces de terminar por sí solas con la faz de la tierra, alineando detrás suyo a países de las dos órbitas, militarmente en la OTAN y el Pacto de Varsovia y ejerciendo decisiva influencia ideológica en los países del tercer mundo.
¿Hubo una declaración expresa para esa fiera rivalidad? No, pero la discordia entre los dos colosos, duró muchas décadas y las consecuencias las pagaron los países pobres, con millones de famélicos en el África, gripe, tifus y aún más, las guerras de Corea, Vietnam, Afganistán, del Golfo Pérsico, el apoyo, contra toda principio de soberanía, a tiranías militares por un lado, y a dictaduras comunistas por el otro.
El terrorismo del IRA, ETA, Al Qaeda, ISIS, los cárteles del narcotráfico, en fin; diríase sin riesgo de cometer sacrilegios históricos o geopolíticos, que aún sabedores de que a la “gran guerra” le precedieron centenares de lides, la modernidad y la competencia por la supremacía en el control del mundo, hacen pensar que las heridas de ese cuatrienio y algo más, aún no han sanado. Que la voracidad del hombre no ha cesado. Que la inconciencia sobre las consecuencias apocalípticas de sus programas nucleares; de destrucción del medioambiente y las sociedades -sin decirlo-, busca todavía una tercera contienda, que por el ritmo vertiginoso de la tecnología, paradójicamente cada vez será más cavernaria. Albert Einstein sentenció: “No sé cómo será la Tercera Guerra Mundial, solo sé que la cuarta, será a piedras y palos”.
El autor es jurista y escritor.
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