Clepsidra
En los últimos días surgieron innumerables insinuaciones en torno a la suerte que debería correr el futuro del estrafalario edificio construido en el mero centro de nuestra bella La Paz, sugiriendo incluso que debería servir como palacio de gobierno, sustituyendo a la histórica casona que ha cumplido tales funciones desde hace 459 años, cuando comenzó su construcción y, según los historiadores, es la depositaria de centenares de gestas históricas, como el haber albergado la cárcel desde donde saliera Pedro Domingo Murillo al cadalso situado en la plaza donde fue ahorcado, un 29 de enero de 1810. Asimismo, fue la residencia donde fue alojado el Libertador Simón Bolívar en su arribo a La Paz en agosto de 1825, y muchísimos otros fastos insoslayables de nuestra historia patria. Entonces, ¿cómo podríamos permanecer indiferentes sin brindar nuestras sugerencias, para hacer que dicho mamotreto sirva de algo?
Es menester convenir en que todas las reacciones negativas que ha despertado la construcción de ese adefesio se deben, primeramente, a razones estéticas y luego, a términos de la funcionalidad que debería cumplir su existencia, pues la construcción en curso de una ostentosa sede gubernamental mal llamada Casa Grande del Pueblo, cuyo costo excede los 36 millones de dólares y con una desafección absoluta a lo que se considera el pasado colonial, es un emprendimiento tan chabacano que, su entronización detrás de los monumentos más emblemáticos de nuestra plaza de armas como: la Catedral, el Palacio de Gobierno y el Palacio Legislativo, es como pretender instalar una puerta de vidrio Ray-Ban, en la Puerta del Sol en Tiwanaku.
No olvidemos que, bajo el criterio de reformar sus instalaciones, hace 172 años el expresidente de la república Gral. José Ballivián encomendó su reconstrucción al célebre arquitecto José Núñez del Prado, quien ya había cobrado justificada fama al construir el Teatro Municipal de La Paz, en cuya inauguración en 1845 se estrenó el himno nacional. Dicha edificación, que se inició casi con la misma apariencia de la actual, fue estrenada por el primer presidente populista, don Manuel Isidoro Belzu, en marzo de 1853, quien no exigió instalaciones de sauna, hidromasajes, salas de esparcimiento u otros adminículos y ambientes que no fueran los estrictamente laborales.
El palacio actual bastaba y sobraba para las funciones que allí deben desempeñarse y nadie se habría opuesto a una mejora, siempre y cuando se protegiera su arquitectura y la armonía que debe reinar con el paisaje del entorno. De ahí que se justifican las múltiples protestas de organizaciones paceñas que hasta han sugerido la demolición de ese engendro, que tanto daño infringe a la imagen urbano-arquitectónica de la sede de gobierno.
Sin embargo, hay también opiniones más indulgentes que abogan para que dicho edificio sea habilitado como hospital o tenga otra función social. Lo importante es que la edificación ha sido un desacierto escandaloso que no condice con el criterio que ha vertido una autoridad en sentido de que: “Este edificio simboliza la fuerza del pueblo boliviano, su capacidad, su altura, su esperanza”. Lo único que simboliza es la apremiante disyuntiva de escoger entre palacios u hospitales.
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