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[Augusto Vera]

Distancia entre el trono y el altar


La próxima consagración de quien en sus primeros años de vida fue lustrabotas y de marcado origen indígena, Mons. Toribio Ticona, como nuevo Cardenal; el acercamiento del presidente Morales al Prelado y otras señales de avenimiento apresurado al representante del Sacro Colegio en Bolivia, deben llevarnos a reflexionar sobre el rol de la Iglesia en el país.

La Iglesia Católica a partir de la vigente Constitución deja de ser la religión oficial del Estado boliviano. Enhorabuena porque la profesión de fe debe ser voluntaria y no privilegiada por el poder político, por lo que la antigua prescripción constitucional de 1967, modificada por el Art. 4° de la vigente Carta Magna que define al Estado como independiente de la religión, es definitivamente pertinente. Pero una cosa es que la Iglesia no deba cogobernar un país, o hablando del nuestro, que la Iglesia Católica no sea parte de las decisiones políticas de los administradores del Estado, lo que constituiría un despropósito para la libertad de culto, o que el Estado deba subvencionar el sostenimiento de la Iglesia Católica o beneficiarla para la propagación de su doctrina en detrimento de otras confesiones y en ese sentido no solo justo, sino conveniente, es la separación entre Estado e Iglesia, cuya unión se remonta a Roma, cuando su Emperador Constantino declaró al cristianismo como la religión oficial del Imperio, cambiando tan abruptamente las viejas prácticas hasta entonces usuales, que se comenzó a perseguir a quienes profesaran cualquier otro culto pagano. Entonces fue cuando se dio inicio a la tradición de muchos países, de adoptar el catolicismo como oficial del Estado. Eso es una cosa, pero cosa muy distinta es que -hablando siempre de nuestro contexto-, el régimen actual, a quien no le corresponde gobernar conciencias, abiertamente anticlerical y secular, pretenda descalificar la posición de la Iglesia católica cada vez que ella reclama para un Estado ético, sobre todo porque, no obstante lo estatuido por el citado Art. 4°, según datos del INE, cerca al 80% de la población profesa la religión católica, que aun cuando el trono y el altar de los tiempos del imperio (Estado e Iglesia actuales) se diferencien por su naturaleza y fines, está obligada a dar su juicio moral sobre cuestiones de orden político que los obispos y ahora el Cardenal deben continuar con intransigencia y que el ateísmo predominante en las esferas altas del gobierno no puede ignorar.

Todo el poder, tanto eclesiástico como político tiene origen divino. Ese fue el fundamento por siglos, para que en Europa y América principalmente, los Estados adopten como religión oficial al catolicísimo, pero Jesús mismo quiso diferenciar ambos escenarios: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Existe además otro elemento que no tiene por qué ser pasado por alto, y es que conceptualmente el Estado está conformado por territorio, población y gobierno; luego, el laicismo del Estado Plurinacional de Bolivia supone la reunión de esos tres elementos constitutivos que no adopta ninguna fe devocional, pero siempre que su accionar sea independiente, es decir el pueblo creyente, en quien finalmente reside la soberanía, puede y debe manifestarse a través de su jerarquía cuando los administradores del Estado incurren en políticas que resienten los preceptos del Dios en quien creen. Si en nuestro país tuviera preeminencia la secta de los adoradores de Rambo, también sería correcto considerar por los gobernantes, la importancia de su posición doctrinal. Entre tanto, la Iglesia Católica en Bolivia, de supremacía aplastante sobre cualquier otra comunidad de fe, goza por tanto de la autoridad y obligación evangélica, del derecho a contribuir a la conciliación y denuncia de políticas injustas o que atenten contra la ley natural.

El autor es jurista y escritor.

 
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