Mil palabras
Ramón Grimalt
La notificación llegó temprano, pero mamá esperó a que todos se sentaran a la mesa para entregársela a Asbel.
-Estarás contento. Es de Stanford. Dijo con una sonrisa impresa en los labios que compartió con Miguel y Javier, los pequeños de la casa.
Asbel abrió el sobre, sacó una hoja membretada con el sello de la universidad y leyó el texto escueto.
-¿Es lo que estabas esperando? Preguntó doña Dolores de Souza, viuda de Carlos Ordóñez, natural de Toluca, fallecido de cáncer en un hospital de Alburquerque, Nuevo México.
-Ma, me han aceptado. Dijo sin entusiasmo.
-¿Y así te quedas? ¿Cómo si nada? Reaccionó Dolores mientras Miguel y Javier cruzaban una mirada de extrañeza.
-Es que tengo dudas…
-Eso es normal. Mira, para tu papá no fue fácil tomar la decisión de venir para acá.
-Es diferente.
-No, no lo es. La vida, a veces, te presenta estas encrucijadas. Tienes que aprender a decidir. Estoy segura de que sabrás escoger el camino correcto.
-Pues yo no lo tengo tan claro-sentenció con gravedad dirigiendo su mirada hacia una fotografía de don Carlos, vestido de faena, con el overol que usaba para atender el jardín de la señora Miniver y esa sonrisa transparente impresa en su rostro moreno, indígena.
-Él -dijo Dolores evocando a su marido- no tendría dudas. Aceptaría la oportunidad que nunca tuvo. Estudiaría, mi hijo.
-Oye, Dudu -le dijo Miguel- Mejor te vas y me dejas la Play.
Javier festejó la ocurrencia de su hermano con una natural carcajada. Asbel, Dudu, en la intimidad del hogar, revolvió el pelo crespo de aquel pequeño con cara de pícaro.
-¿Entonces acepto? ¿Me voy?
-Anda haciendo las maletas. Dijo Dolores con una mezcla de severidad y maternal ternura.
Asbel dejó escapar un suspiro de alivio. Se había quitado un buen peso de encima. Habían transcurrido seis meses de la muerte de papá y asumió el rol de hombre de la casa. Trabajaba en el comedor de la secundaria y repartía el periódico local los domingos, con lo que pagaba sus estudios. Ávido lector, formaba parte de un club de escritura creativa y había ganado un par de certámenes. Sus calificaciones eran extraordinarias, sólo superadas por sus sueños. Los mismos que pergeñaba aquella noche fresca de julio que amenazaba tormenta.
Se despidió de Dolores y de sus hermanos, salió de casa, cruzó los setos que separaban las viviendas del barrio y caminó sin un rumbo fijo por la calle principal. Alzando la cabeza, a su izquierda vio el bar de Barney. Don Carlos siempre pasaba de largo; a veces cabizbajo. Una tarde le explicó que no era cosa de cobardía, sino de prudencia. “Es como cuando pasas al lado de la mierda de perro. ¿Verdad que no te quedas ahí, mirándola?”, le dijo y Asbel rememoró aquellas palabras cuando sintió que las miradas de un puñado de parroquianos lo escrutaban con insolencia murmurando imprecaciones a su espalda.
-Hey you, chicano! Le espetó uno de ellos, arrellanado en su propia obesidad mórbida.
Asbel se detuvo.
-Come here, and shine my fuckin’ boots! Vociferó imbuido por la cerveza consumida entre las mofas de sus compañeros de farra.
El hijo de don Carlos, orgullo de Dolores, admiración de los pequeños Javier y Miguel, con un expediente académico envidiable y una beca para estudiar Literatura en Stanford, desafió la autoridad paterna, levantó la cabeza con orgullo como lo hicieron sus ancestros irreductibles ante el invasor barbado y sentenció con la fuerza de la razón:
-I have a dream, cos I’m a dreamer. An american dreamer.
Y en algún lugar don Carlos guiñó un ojo.
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