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La disputa comercial lanzada por Estados Unidos ha comenzado a ganar volumen y parece encontrarse cerca de una guerra comercial plena no conocida en décadas. Como todos los conflictos, se sabe cómo comienzan, pero nadie puede precisar el desenlace.
El conflicto en curso empezó a gestarse bajo el mantra inaugurado por el gobierno de Donald Trump: “América first”, primero América, es decir Estados Unidos, si bien el nombre genérico puede aplicarse a los patagones como a los guajiros.
Bajo una rara convicción de que Estados Unidos puede vivir sin el mundo, pero el mundo no podría vivir sin Estados Unidos, la primera baja fue el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, el mayor bloque comercial del mundo forjado a principios de siglo por un puñado de países con economías abiertas, entre ellos Chile y México. Estados Unidos se sumó en febrero de 2016, pero su adhesión no había cumplido un año cuando Trump decidió apartarse, esgrimiendo como razón principal el gigantesco déficit comercial entre su país y naciones del bloque, mayormente México y Japón, con 71.000 millones y 69.000 millones de dólares, respectivamente, de acuerdo con cifras oficiales del departamento estadounidense de comercio.
Son cifras incomprensibles para el ciudadano común. Para dar una idea, solo el déficit con México y Japón equivaldría a la suma total de los ingresos bolivianos en siquiera cuatro años, cuatro PIBs.
Vinieron luego los “castigos” sobre sus vecinos México y Canadá, y la Unión Europea. Ahora empieza la ronda con China, sobre cuyas manufacturas Estados Unidos se dispone a aplicar tarifas que, en conjunto, sumarían unos 50.000 millones de dólares anuales. Eso es un séptimo del déficit anual en el flujo comercial bilateral.
Ningún país, sin embargo, se dispone a recibir golpes a su comercio sin responder sino a aplicar una “ley del talión” comercial. Hasta ahora, la administración de Trump no ha dicho cómo explicará a los consumidores de Estados Unidos que deben comprar manufacturas “Made in USA” con precios más altos que los producidos en México o Brasil.
China se dispone a devolver el golpe simétricamente, dólar por dólar. Europa aún no ha cuantificado los efectos sobre sus exportaciones, pero, para mencionar los casos más triviales, todo hace pensar que en poco tiempo declinarán las ventas de ropa italiana, zapatos ingleses, quesos franceses y herramientas alemanas que, por cuenta de tarifas de importación más altas, resultarán más caros para el consumidor estadounidense. El impacto que eso tendrá sobre los consumidores aún no ha sido cuantificado, pero se lo presume significativo.
Desde el final de la II Guerra Mundial el comercio en el mundo solo crecía, para dicha de los consumidores que en las últimas décadas se han acostumbrado, gracias al libre comercio, a comprar mercaderías de casi todo del mundo. Pocos economistas dudan que los flujos comerciales empezarán a declinar. Los grandes exportadores a los mercados estadounidenses, China en especial, deberán buscar otros mercados para sus exportaciones. Su enorme mercado interno podría aliviar la congestión productiva, pero eso desacomodaría toda su estructura económica y el remedio podría resultar peor que la enfermedad. No solo en el caso de China, sino de todas las economías.
Una pregunta obvia se refiere a la capacidad de las economías menores para prevenir los efectos más nocivos de un fenómeno cuya magnitud no es fácil de prever. Con una economía liliput basada en exportaciones, en especial de gas natural, minerales y productos agrícolas, no serían insoportablemente cuantiosos los daños para Bolivia. Eso, en cuanto a perjuicios de escala. Pero a niveles más reducidos, pueden ser muy graves y es legítimo preguntar si el país está preparado para amortiguar la crisis y cómo.
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