Si hemos de partir que “el mundo ideal es distinto pero no ajeno al mundo real”, por qué no hemos de aspirar a la idealidad, sin siquiera pretender la perfección. Lo decimos con pena al contemplar cómo la incuria, la mediocridad y la politiquería vienen minando los sustentos por los cuales una sociedad evolucionada, principista, fraterna pero justa mire un futuro de confianza y libre de temores. Aquí vale la pena recurrir al lugar común de que abonar el terreno con esmero tiene la recompensa del buen fruto.
Dónde mejor se revelan la virtud y las falencias, en quién sino en los gobernantes ha de ser. A no dudar, el Parlamento -ahora Asamblea Plurinacional- nos ofrece el espectáculo en su mayor desnudez. ¿Acaso somos un futuro sin pasado y un presente sin porvenir? Así vemos el hemiciclo parlamentario convertido no en tragicomedia, sino, más bien, en sainete juglar. Allí convive la mezcla de obsecuentes oficialistas y opositores a la deriva, como es natural salvo excepciones.
La norma reinante es la falta de personalidad, cuya despersonalización nos ofrece el adocenamiento y la consigna ciega. Todos saben que una mayoría de parlamentarios carece de personalidad, condición necesaria para honrarla debidamente, ausencia que les impide actuar en conciencia y aplomo propio para rechazar la imposición partidista. Cuando decimos personalidad aludimos a los méritos y la capacidad que son condiciones previas que les infunda el determinante carácter de sentirse libres. Los paniaguados invocan la muletilla de la disciplina política so pena de ser ajusticiados como “libre pensantes”, método punitivo del “centralismo democrático” soviético. “Nadie se convierte en rey por sentarse en el trono…”, nos dice Tagore, el filósofo.
Además los partidos políticos no tienen lo que se llama cuadros, sino sólo militantes. Es que su vida institucional es demasiado precaria, peor si se trata de un conglomerado de huestes sociales que lo alejan más del concepto de partido. En esa situación optan inclusive por el préstamo o por el azar de la cotización para llenar sus listas de candidatos, y así les va en la arena política. Si se dice que el país carece de personalidades, adoleceríamos del síndrome de la decadencia. Sin embargo, “quien busca, encuentra”. La impropia conformación del Legislativo no sólo demerita su prestigio, sino la del país y le resta a éste seriedad y credibilidad. Nunca la verdad es discriminatoria y menos hacia quienes en el Parlamento conservan su personalidad, aunque sean los menos.
Sin alabanza del pasado, pero a modo de ejemplo, cuando se consideraba el Tratado con Chile de 1904, entre quienes votaron por el rechazo varios se registraban en las filas del oficialista Partido Liberal. Obraron, pues, con personalidad y con clara conciencia.
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