Es inextricable, por la persistencia de la defensa de la prevalencia del estamento masculino y de su presunta superioridad, que no se comprenda que la igualdad entre mujeres y hombres es imprescindible para el equilibrio armónico en el mundo, como una posición espiritual definida, consecuentemente intelectiva y no como una concesión de gracia. De ello se concluye, para vergüenza de las sociedades, que son las que sustentan la primacía del hombre, que todavía no exista igualdad plena de géneros.
Precisamente al ser más importante de la creación se le priva de esa plena igualdad de oportunidades políticas y económicas y, después de comprobaciones de toda índole, cada vez de mayor grado, se establece la sinrazón en privar a la mujer del libre ejercicio de la plena capacidad jurídica.
Estas restricciones, cuando analizamos con detenimiento la historia, las encontramos desde los albores de la vida civil de los hombres y aún en el código considerado el más liberal que se ha sancionado: el Código Napoleónico.
La tutela helénica de los griegos, la manus romana y la potestad marital, reconocida por todas las leyes medievales y modernas, son, lamentablemente, la confirmación de la capacidad jurídica disminuida de la mujer, en todo este periodo histórico.
Solo una mayor comprensión y un reconocimiento de justicia impostergable ha podido extraer a las mujeres parcialmente de las restricciones vigentes, franqueando abiertamente, por los inclaudicables esfuerzos de los diferentes movimientos femeninos, las puertas de la igualdad.
Resta mucho por hacer, sobre todo en el cambio definitivo de mentalidad, a partir de la educación en el hogar y en la escuela, pues a los árboles torcidos adultos (hombres), es casi una misión imposible erradicarles de la mente, consecuentemente inextirpable, que no debe existir prevalencia ni presunta superioridad de los hombres en las sociedades actuales, que es un sana evolución del mundo en correspondencia con la justicia.
La historia es contundente y esclarecedora, se consolida que ninguna actividad humana era desconocida para las mujeres, menos ajena. Su excelsa capacidad y preparación se afianzaba a diario al lado del hombre con el cual compartía las tareas en la lucha por la existencia y perfeccionamiento individual, igualándolo en ese noble emprendimiento o lid.
Esta columna no es una defensa de los derechos de las mujeres, pues todos saben internamente, hasta los más obcecados adversarios, que la igualdad plena de la mujer se impondrá, sino un justo reconocimiento a los mismos. Opiniones de una lamentable mayoría masculina no lo admiten con tanta amplitud, en razón a los prejuicios, más subjetivos que objetivos, aunque aquéllos son causantes de la actual situación y se sigue con la tesitura de no aceptar la equiparación plena que corresponde a las mujeres, pero no con calidad de concesión sino como pleno derecho.
Cada hombre que venza esta influencia nociva será un hombre diferente, dominador de una paz interior y elevación espiritual envidiables que sólo las logrará con su propio discernimiento intelectual.
El autor es abogado corporativo, posgrados en Interculturalidad y Educación Superior, Docencia en Educación Superior, Derecho Aeronáutico, doctor honoris, escritor.
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