El autoritarismo en varios países de Latinoamérica, pero concretamente, la rebelión de los pueblos que está experimentándose en países caribeños como Cuba, Nicaragua y Venezuela que sufren la expoliación de sus derechos ciudadanos a manos de calcados lenguaraces personificados en Ortega, Maduro y ahora Díaz-Canel, respectivamente, amén de la pobreza, inflación y otras consecuencias del despilfarro, mano dura y políticas criminales por ellos implantadas, me trae a la memoria un fenómeno político antes impensable en el mundo árabe: el levantamiento tunecino que derivó en la caída del dictador Ben Ali, seguido en varios países de la liga árabe, constituyendo el caso de Siria uno de los pocos que aún se ve enfrascada en una deshumanizada guerra civil, ante el férreo gobierno de Bashar al-Ásad.
Casi 200 vidas se perdió en Nicaragua, solo este año, como consecuencia de la intolerancia del gobierno autoritario del actual Presidente inconstitucional, quien al ritmo que impone, pronto superará al luctuoso Anastasio Somoza. El mandatario no es entonces sino un remedo peripatético del ideario con que hace muchos años encandiló a su pueblo, diluyéndose en un populismo semejante al de sus aliados de la América más sureña. Hoy las atrocidades que se volvieron moneda corriente en el pequeño país centroamericano han provocado el paro general, convocado por la Alianza Nacional de la Justicia y la Democracia, en procura de la renuncia del dictador que controla todos los poderes del Estado y por tanto manipula todo el andamiaje político, electoral y judicial de la pobre nación. La Conferencia Episcopal está dando gritos desesperados para detener la insensibilidad de un gobierno familiar que, por su tendencia, tiene un apego natural al poder.
En Cuba, el régimen castrista liderado por Díaz-Canel continúa con el régimen de terror, coartando todo derecho a la protesta de miles de isleños que, de todas maneras, cada vez se hacen sentir más, hartos de no tener la experiencia natural de la libertad por casi 60 años. La asunción del nuevo mandatario no ha cambiado el panorama político de la isla, donde la represión y la vulneración de los derechos humanos están tan latentes como cuando sus antecesores destilaban desprecio por quienes hoy son la mayoría del pueblo residente en su propio suelo y en el exilio. No más comunismo, es el gemido que al unísono sale de bocas de millones de cubanos.
Un poco más acá, en lo más septentrional del subcontinente, en Venezuela, cuyo infortunio puso a su mando al iletrado y paranoico Nicolás Maduro, las cosas no son mejores. Corrupción, inflación, terrorismo de Estado y otras lacras que azotan la cuna del Libertador han provocado una heroica lucha del pueblo oprimido, desafiando la violencia que se ejerce por el ya andrajoso socialismo del Siglo XXI. En la ruina, uno de sus pocos aliados de relevancia, China, le niega su apoyo.
El ejemplo del tunecino que consiguió dar fin con el totalitarismo en su país, se replicó rápidamente entre los árabes, porque esa es la particularidad de los fenómenos políticos. Egipto fue el primer país en imitar la rebelión de sus hermanos de sangre. Hosni Mubarak, Muamar el Gadafi y otros tiranos fueron cayendo como por efecto dominó en el África. Aquel movimiento que buscaba su liberación -después de decenas de años-, en muchos casos conocido como la “primavera árabe”, cruzó el océano Atlántico para ubicarse en el caribe de la América, donde los pueblos sumidos en la miseria y el atraso, provocados por ideologías fracasadas, comienzan a resquebrajarse. Daniel Ortega; Miguel Díaz-Canel y Nicolás Maduro tienen sus días contados y la historia se encargará de emitir juicio contra sus sombríos gobiernos.
El autor es jurista y escritor.
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