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Mil palabras

Ovejas negras

Ramón Grimalt

El asesinato de Víctor Hugo Escóbar “Oti” en la cárcel de máxima seguridad de Chonchocoro en La Paz, retrata una vez más el drama de las instituciones penitenciaras en Bolivia. Lejos a años de luz de contar con una política en este menester, nuestras prisiones son fundamentalmente un repositorio de personas privadas de libertad donde lo que subyace es la presencia del crimen organizado.

Desde Palmasola, pasando por El Abra y terminando en Morros Blancos, las prisiones son el reflejo de la ausencia del Estado en una de sus atribuciones. El problema es siempre el mismo: no interesa recuperar para la sociedad a aquella oveja descarriada que un día, por exceso o defecto, decidió romper el statu quo del redil. Contrariamente a la tendencia mundial (al menos en la Unión Europea) de aplicar una justicia restaurativa, en Bolivia se hace todo lo contrario. La idea es penalizar, castigar y si es posible guardar la basura bajo la alfombra para que no salga nunca más.

Mire usted, le confieso que después de veinte años y pico en esta profesión he llegado al convencimiento de que esa es una de las características que nos define como sociedad. Estamos acostumbrados a entender la cárcel como un penal, no una institución penitenciaria. He conocido la realidad de varias de ellas y, al margen de las particularidades que las definen por sí mismas, comparten un patrón, a saber, la violación permanente de los derechos humanos. Lo fácil es responsabilizar a las autoridades que tienen su cuota; pero intramuros existe una realidad brutal e intolerante de pronóstico reservado que impide la posibilidad siquiera de aplicar una serie de políticas de rehabilitación y restitución.

Sería injusto meter en un mismo saco a todas las personas privadas de libertad, pero la evidencia de redes criminales que controlan todas las actividades carcelarias supone una manifestación muy clara y contundente de que la prisión no es más que la prolongación cercada y perimetral de esa violenta vida cotidiana del delito en toda la extensión del significado de la palabra. “Oti” y compañía validan este argumento. Su muerte, un ajuste de cuentas, certifica lo expuesto.

A todo esto, existe una posición que apunta a crear más cárceles para albergar a quienes delinquen. Sin ser un experto en la materia, considero que si apenas podemos como Estado controlar aquellas que tenemos, difícilmente seremos capaces de administrar nuevos recintos. Además, no es posible que la concepción de la justicia sea la punibilidad, el castigo severo y la destrucción de lo que queda de humanidad en la persona privada de libertad. Aunque se ha avanzado en el lenguaje y se tiende a abandonar palabras tan agresivas como “preso” o “reo”, lo cierto es que una cosa es lo políticamente correcto y otra la realidad de las cárceles. Allí adentro, prima la ley del más fuerte y éste no es el Estado sino una compleja estructura criminal que impone su ley a sangre y fuego. El punto es que todos nosotros lo sabemos, pero nadie pone el dedo en la llaga simplemente porque en Bolivia prisión es sinónimo de exclusión y a los parias es mejor tenerlos bien lejos, cuanto más, mejor.

 
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