La evolución bastante criticable del capitalismo contemporáneo no corresponde ni a los ideales ni a los pronósticos de los clásicos liberales, sobre todo en el terreno cultural y político. No es una mera casualidad que a partir de aproximadamente 1980 las ideas neoliberales se han impuesto en gran parte del mundo, sobre todo en la reorganización de la economía y finanzas públicas y en el redimensionamiento del rol del Estado, pero, simultáneamente, los partidos liberales tienden a desaparecer, favoreciendo a agrupaciones conservadoras, populistas, nacionalistas y regionalistas.
Como liberal clásico (formado por las lecturas de Montesquieu, John Stuart Mill y Tocqueville), partidario del derecho natural y de la vinculación entre política y ética, no puedo dejar de criticar el reordenamiento neoliberal de gran parte del mundo contemporáneo, reordenamiento que, parcialmente, me parece un verdadero desastre y, lo que es más importante, una traición a los grandes ideales liberales. Pese a todo lo que se dice acerca de la reducción del rol empresarial del Estado, el capitalismo de nuestros días es algo parcialmente planificado desde arriba, pero caracterizado por la dilución de los viejos principios liberales y iusnaturalistas y por la eliminación de los propietarios accionistas como factores principales del quehacer económico. Este mismo proceso fomenta el surgimiento de nuevas estructuras de organización dentro de las empresas: la gerencia se hace cada vez más autónoma con respecto a los propietarios jurídicos de la empresa y técnicamente más especializada. A todo esto corresponde, en el plano cultural y en la esfera específicamente política, un agotamiento del liberalismo en cuanto proyecto movilizador para el futuro y creador de instituciones y modos de comportamiento socio-culturales.
El orden social de Occidente, que ya no se basa en la doctrina liberal-iusnaturalista, sino en el cinismo neoliberal, se encuentra, en el fondo, sometido a la dictadura de la racionalidad meramente instrumental. Sus criterios de legitimación han cesado de ser la libertad, la autonomía y la autodeterminación democrática, dando paso a valores rectores como el desempeño económico-financiero, el éxito material y el consumo grosero. En el plano político, las consecuencias no son menos desastrosas: el éxito inmenso de la tecnología y su penetración en casi todas las esferas de la vida moderna han conducido a atribuir a la racionalidad instrumental y a sus manifestaciones socio-políticas (como todas las decisiones tomadas por la tecnoburocracia) un aura de verdad inconmovible, ante la cual la discusión democrática tradicional adopta un aire de penoso anacronismo. Además, el carácter científico-técnico de los asuntos centrales de nuestra civilización hace muy difícil su crítica por parte de gente que no tiene los conocimientos especializados pertinentes. ¿Y quién puede tenerlos a la vez en terrenos tan diferentes como la energía atómica, la problemática ecológica y los aspectos jurídicos referentes a los servicios públicos para discutir sensatamente, por ejemplo, sobre la bondad o inconveniencia de instalar plantas nucleares? La tecnificación del mundo transforma la democracia liberal en algo obsoleto.
No hay duda de que los sistemas altamente complejos del presente poseen algunos factores positivos: un alto grado de movilidad social y personal, una notable diferenciación de roles y funciones y unas posibilidades bastante amplias en la elección de comportamientos y valores. Pero estas sociedades de cuño neoliberal llevan a la atomización de los ciudadanos, a la obsolescencia de la organización y discusión políticas, a la competencia brutal por cualquier nimiedad y a la anomia y el nihilismo como praxis colectiva. Las iglesias se transforman en clubes inofensivos de buena vecindad y caridad. Los estados y las ciudades pierden en cierto grado su capacidad de gobernabilidad. Los partidos políticos se convierten en asociaciones pragmáticas consagradas exclusivamente a la rotación de las élites gubernamentales. Las universidades se han vuelto una prolongación de la escuela secundaria, con un acceso masivo e irrestricto, perdiendo su función investigativa y humanista. La excesiva complejidad de las sociedades contemporáneas, unida a una democratización irrestricta, da como resultado la lentitud de toda decisión política seria, la decadencia de toda autoridad moral e intelectual, el predominio social de la mediocridad, la expansión del mal gusto plebeyo y la declinación de formas humanas de trato interpersonal.
Lo que hace falta es un pensamiento racional en el sentido amplio del término, que ponga en cuestionamiento las pretendidas bondades del progreso tecnológico producido bajo la influencia neoliberal.
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