Enrique Fernández García
En una conferencia del año 1970, don Julián Marías enseñó que, aunque lo intentáramos, nunca podríamos escoger dos ingredientes radicales de nuestra vida. El primero es la circunstancia, esas condiciones que, en mayor o menor medida, influyen cuando debemos tomar decisiones. Así, tenemos factores físicos, químicos, pero también políticos, económicos, culturales y, desde luego, históricos que nos colocan en un escenario menos amplio de lo supuesto. No significa que nos dejen sin alternativas; simplemente, éstas pueden llegar a reducirse de manera severa. El segundo elemento que no podríamos elegir es la vocación. Se trataría de un llamado gracias al cual el hombre se realizaría a cabalidad. Es cierto que, por distintas causas, uno puede seguir otro camino, porque, en ocasiones, cumplir con el destino personal resulta demasiado difícil. No es seguro, pues, que todos insistan en arribar a esa suerte de meta existencial.
Elegir una vocación implica que nos dediquemos a su puesta en práctica de forma militante. De lo contrario, estaríamos protagonizando juegos, ejercicios de simulación. Sucede algo similar con los niños. En efecto, tal como lo apunta José Luis López Aranguren, cuando ellos juegan a ser piratas, príncipes, policías o ladrones, se hallan en una evasión de la realidad. Empero, lejos ya de su infancia, todo individuo no debería estar en esa mascarada, probando oficios, lo cual implica perder tiempo para lo que es verdaderamente importante. Lo primero que debería interesarnos es transitar por esa senda en donde nos sentimos más a gusto. Podemos toparnos con dificultades de diversa índole, incluso fracasar en el recorrido; no obstante, a la postre, haberlo intentado nos librará del arrepentimiento que llega durante los últimos estertores.
H. C. F. Mansilla es un intelectual a carta cabal. Los tres tomos de sus Obras selectas, publicadas magníficamente por Rincón Ediciones, lo demuestran con absoluta contundencia. El llamado a tener una mirada crítica, sin fanatismos ni contraproducentes indulgencias, ha sido asumido por él de modo ejemplar. Desde 1962, año en que escribió un texto biográfico y apologético del mariscal Santa Cruz, hasta el más reciente de sus ensayos, nos encontramos con quien no ha temido importunar al semejante con observaciones, cuestionamientos e indelebles interpelaciones. Con este ánimo, ha reflexionado sobre problemas de naturaleza ecológica, religiosa, psicológico-social, así como acerca del narcotráfico y la violencia política. Además, lo ha hecho mientras evitaba los extremos, huyendo de las explicaciones simplistas, resistiéndose a comodidades ofrecidas por prejuicios y lugares comunes: pensando con el mayor rigor y franqueza que le han sido posibles.
No es irrelevante que acentúe su sinceridad. Ocurre que, en ese mundillo de los intelectuales, varios sujetos sobresalen por la impostura. Regularmente, son los mismos que, por un cargo diplomático u otra concesión cualquiera, pueden cambiar de ideario sin sentir ningún bochorno. En las páginas de Mansilla no hay nada que pueda ser expuesto como oportunismo. Cuando era joven, no fue marxista, como muchos de sus contemporáneos; en Bolivia, criticó el nacionalismo revolucionario, mas también lo que llama neoliberalismo plutocrático-plebeyo, hasta llegar al actual proceso de cambio. Al margen de sus novelas, contenidas asimismo en las Obras selectas (los lectores de ficciones lo agradecerán), los escritos que llevan su firma evidencian tamaña fidelidad a su vocación.
El autor es escritor, filósofo y abogado.
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