José Carlos García Fajardo
Parece que estamos ante una invasión de Europa por habitantes de países de África saqueados y explotados por colonizaciones, por guerras, por hambre y por una explosión demográfica sin control.
Estos países europeos fueron los mayores proveedores de emigrantes durante siglos, bajo uno u otro nombre o pretexto: Civilizar, Cristianizar, Comercializar, las tres Ces que aún imponían en el siglo XVII y XIX. Hacia América, pero también hacia las ricas tierras de África convertidas en colonias de repoblación por los intereses de las potencias hegemónicas de Europa, así como hacia Australia y Nueva Zelanda.
Con facilidad olvidamos que Europa ha sido la primera en volcar los excedentes más pobres de su población en otras tierras para aliviar la presión demográfica y abrir caminos a la conquista y a la explotación, bajo los principios de las tres “Ces”: cristianizar a los paganos, Civilizar a los salvajes y abrir rutas al Comercio que llevaría la prosperidad de todos, según las leyes de la economía dirigidas por la mano invisible.
Siempre recuerdo las palabras que escuché al Presidente de Tanzania, Julius Nyerere, la conciencia de África: “Que no nos echen una mano, basta con que nos quiten el pie de encima”, a propósito de una ayuda económica que pretendían ofrecer filantrópicas instituciones europeas.
En el Siglo XVI, 200.000 castellanos emigraron a América, para evangelizarla, de acuerdo con la Bula del Papa Alejandro VI concedida a los Reyes Católicos. Portugal hacía otro tanto hacia el futuro Brasil y las tierras atlánticas de África, con idénticos propósitos. En menos de 20 años, entre 1846 y 1864, dos millones de irlandeses, la cuarta parte de su población, emigraron a EEUU. En ese mismo tiempo, un millón de alemanes abandonaron Europa para instalarse en América y, a finales del Siglo XIX, les siguieron 650.000 italianos como avanzadilla de dos millones de compatriotas que les seguirían después.
Entre 1820 y 1925, unos 55 millones de europeos abandonaron sus tierras en una de las más grandes migraciones que ha conocido la historia. La mayoría se fue a América, “tierra de promisión y de esperanza”: 33 millones a EEUU, 5,4 millones a Argentina, 4,5 millones a Canadá, 3,8 millones a Brasil, y el resto a diversos lugares controlados por potencias europeas en África.
Polonia, Italia e Irlanda, entre otros países sumidos en la pobreza, se aliviaron así del lastre de millones de personas hambrientas. Poblaron el Este de EEUU, California, Argentina o Uruguay. Las superpobladas India y China, en los siglos XIX y XX, volcaron sobre el resto de Asia y sobre África, sus excedentes de una población cuyos descendientes construyeron diásporas educadas y ricas que controlan el comercio y gobiernan países prósperos como Singapur o Isla Mauricio.
Este fenómeno de las migraciones ha experimentado un vuelco impresionante en las últimas décadas: una Europa enriquecida con la transformación de las materias primas expoliadas al Sur y con el nivel de vida que le proporciona su bienestar y cultura, ya no exporta mano de obra, rivaliza con EEUU en “atraer” a decenas de millones de inmigrantes empobrecidos y deslumbrados por El Dorado con que les bombardean los medios de comunicación y la publicidad de los países enriquecidos del Norte sociológico. Ante esta situación, reaccionan como fortalezas asediadas por millones de incontrolados, cuando los inmigrantes sólo pretenden devolvernos las visitas que durante siglos les hicimos nosotros. Conocen bien el camino que hicimos con anterioridad, pero ellos sin la fuerza con la que nos pudimos imponer. Esa es la radical diferencia junto a no saber reconocer que necesitamos a esos inmigrantes, a sus familias y sus aportaciones para no perecer en un orgasmo de felicidad estéril y envejecida.
El documento de la ONU “Las migraciones internacionales y el desarrollo”, ya alertaba sobre los flujos migratorios que ponían al desnudo la insoportable desigualdad entre ricos y pobres, entre los que se benefician de la paz y de la seguridad y los que carecen de ellas. Nadie abandona su país por gusto si no es para viajar o estudiar; cuando es por la fuerza de la inseguridad o de la miseria, se reproduce la cadena de injusticias que como llagas sangrientas estampan la historia: esclavitud, invasiones, racismo, xenofobia, colonización, explotación, conquistas, guerras, deportaciones. Tantas formas del desprecio y del miedo de lo que, en palabras de Tucídides, “está en la naturaleza de los hombres: oprimir a los que ceden y respetar a los que resisten” o, en palabras de Solón “la política que muestra la historia no es sino la guerra entre pobres y ricos”…
Sin embargo, las migraciones engendradas en el sufrimiento han dado a luz frutos de progreso: quienes emigraban se transformaban y daban lugar a un mestizaje positivo y enriquecedor que está en los orígenes de las más grandes civilizaciones. La clave está en saber acoger a otras personas que necesitamos para sobrevivir. Necesitamos el mutuo enriquecimiento y establecer espacios de encuentro, prosperidad y relaciones entrañables con los lugares de origen para no perder ni las señas de identidad ni las raíces. Sin ellas, no seríamos más que barcos desarbolados y a la deriva, gentes sin sentido.
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