Silvia Rivera Cusicanqui identificó en su adolescencia, con vigor, su misión intelectiva y de futuro legado por Bolivia; sin remilgos ni dubitaciones; alejándose del boato y las comodidades estatutarias de la sociedad dominante.
Es un emprendimiento de vida consagrarse al estudio de otros, en primera instancia, y una vez adquirido el conocimiento básico exigible, comenzar a interpretar, extrapolar lo existente y crear sus propios conceptos, en segunda instancia, para dejar la maravillosa simiente en los libros que, en el caso de la doctora Rivera, son muchos, y se erigen con solvencia en consulta preceptiva para quienes quieren aproximarse a la estructura sociológica, historicidad de los personajes e identidad de Bolivia. Un trabajo intelectivo de esa dimensión es un legado histórico.
En Silvia Rivera se consuma una definición de cultura que me convence: es el cuidado y perfeccionamiento de las aptitudes propiamente humanas, más allá del estado natural, añadiendo esa plasmación a su naturaleza y a los objetos. Así, estudia con prolijidad y ayudas intelectivas que posee obtenidas de la experiencia de leer comprehensivamente cada texto, extrapolarlos e interpretarlos con creatividad, que es introducir nuestras mejores aptitudes para hacer que lo no es, sea.
En una de sus obras espiga con maestría la construcción de la imagen de los indígenas y las mujeres en la iconografía después de 1952, reflejando el miserabilismo en el Álbum de la Revolución, que no es el concepto ni el sentido ordinarios de Álbum sino “constituye una revelación cierta de los contenidos culturales y civilizatorios a largo plazo”, como afirma la autora.
Es muy significativo para mí, como autor de esta nota, por la admiración acendrada que siento por la mujer, las acciones que relata sobre ellas Silvia Rivera en la historia que culminó en 1952, así, ejemplificando, la Unión Sindical de trabajadoras domésticas de los hogares de la oligarquía que se abastecían en los mercados rudimentarios de La Paz con sus canastas de mimbre, y al circular en los vagones de los tranvías producían que se “corran”, se desagarren las medias de las señoras. Las culinarias formaron su sindicato y presionaron con vehemencia al alcalde para que emita un amparo a favor del uso de ese medio de transporte; en contraprestación se comprometieron a cambiar las canastas de mimbre por bolsas de cuero que no rasgan las medias.
Es innovativa esa forma de presión, similar en su efecto a aquélla de las mujeres esposas de guerreros en Lesbos, que se declararon en huelga de sexo hasta que sus cónyuges depongan su actividad en las guerras. Otro reflejo puntual recogido por la eximia socióloga constituye el profundo análisis en el reconocimiento a las vendedoras de los mercados, que fueron verdaderas transformadoras de la infraestructura de servicios de La Paz que, como consecuencia de una riada con lamentables muertes, exigieron, sin atisbo de retroceso, al alcalde de la época, la construcción de mercados seguros e higiénicos y lo lograron, plasmando en realidad lo que hoy son los mercados Sopocachi, Miraflores, Camacho y Rodríguez. Este hecho histórico reverberó en otras ciudades de Bolivia, que acometieron el mismo emprendimiento a favor de la población.
Estas mujeres nunca observaron al otro con los “otros”, y nunca concibieron a los “otros” como los concibió la mentalidad colonial: como una urdimbre de anomalías de la época.
Preceptivamente para todo ciudadano que desea aproximarse a la verdad de su identidad, encontrará con certeza los fundamentos en las obras de Silvia Rivera, una boliviana notable, por la cual debemos sentir y cultivar la gratitud, uno de los sentimientos más nobles del ser humano.
El autor es abogado corporativo, posgrados un Interculturalidad y Educación Superior, Arbitraje y Conciliación, Derecho Aeronáutico, escritor.
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