Sostengo la incómoda tesis de que el indianismo radical, las doctrinas de la descolonización y el pensamiento antiliberal y anti-occidental (la tradición intelectual que va desde Franz Tamayo hasta Javier Sanjinés) han preservado exitosamente las herencias civilizatorias de cuño conservador y las respectivas rutinas y convenciones sociales provenientes del ámbito prehispánico y del mundo colonial. De acuerdo con estos discursos no hubo coloniaje, sino invasión, a la que hay que prestar resistencia de todas formas. El mestizaje, por consiguiente, no sería una nueva y fructífera cultura por derecho propio, sino un producto híbrido y degradado de Occidente, al que hay de rechazar tajantemente. Las únicas manifestaciones culturales realmente valiosas en América serían las que provienen del acervo indígena incontaminado, que perviven soterradas en la memoria colectiva de los pueblos indios y en sus prácticas cotidianas. La lucha contra el imperialismo sería, ante todo, una lucha anticolonialista, y por ello el marxismo y el socialismo resultarían insuficientes, ya que por su origen y sus objetivos no estarían en la facultad de comprender la auténtica identidad indígena.
Cultura significa también cambio, contacto con lo foráneo, comprensión de lo extraño. El mestizaje puede ser obviamente traumático, pero también enriquecedor. Es probablemente el destino de la humanidad que habita un planeta pequeño y finito, donde los contactos de todo tipo entre las distintas culturas son inevitables. Y los sectores juveniles, también en Bolivia, son los más entusiastas en iniciar y consolidar nexos más o menos permanentes con los adelantos de otros modelos civilizatorios, que van desde las redes sociales hasta formas contemporáneas en la configuración del ocio social, que incluyen obviamente las ventajas de la libertad erótica.
Insisto premeditadamente en este punto, pues en este sentido las convenciones colectivas, que provienen por lo menos desde la época colonial española, no se han liberado de una marcada hipocresía social, la cual trata de tapar estos aspectos de indudable importancia en la composición de los valores normativos de orientación de clara relevancia para el futuro de la sociedad. Paralelamente está muy extendida la convicción de que el machismo en el mundo campesino-indígena y la posición subordinada de la mujer son resultados exclusivos de la era colonial española. No es casualidad que en Bolivia no se haya publicado investigaciones sobre la estructura familiar del mundo aymara, ni tampoco en torno a las relaciones patriarcales y verticalistas que prevalecen en las comunidades campesinas. Estos son temas que no despiertan el interés de aquellos intelectuales consagrados a admirar los logros civilizatorios de un pasado embellecido indebidamente.
Ahora bien: no se puede negar la enorme fuerza social que acompaña a las teorías del indianismo y la descolonización, pues surge de las humillaciones que las sociedades indígenas han sufrido a lo largo de siglos. Estos aparatos conceptuales se basan en memoriales de agravios, típicos de procesos revolucionarios -algunos fundamentados, otros imaginarios-, que derivan su justificación no del carácter racional-analítico de los mismos, sino de su capacidad de apelar a emociones profundas y de convocar a multitudes de alguna manera prestas a la indignación.
Pero: las naciones andinas -como casi todas en el Tercer Mundo- están cada vez más inmersas en el universo globalizado contemporáneo, cuyos productos, valores y hasta necedades van adoptando de modo inexorable, de modo que no resulta fácil separar un paradigma propio y genuino de desarrollo de un modelo externo, imitado a partir de los países occidentales más importantes. Los propios habitantes de los países andinos comparan y miden su realidad con aquella del mundo occidental, y ellos mismos compilan inventarios de sus carencias, los que son elaborados mediante la confrontación de lo propio, percibido como la dimensión del subdesarrollo, con las ventajas ajenas. Es superfluo añadir cuál es el paradigma evolutivo para la mayor parte de la población involucrada.
Una gran parte del discurso indianista es probablemente una ideología en sentido clásico, es decir: un intento de justificar intereses materiales y prosaicos mediante argumentos históricos que pretenden hacer pasar estos intereses particulares de grupos como si fuesen intereses generales de las naciones indias. Las “reivindicaciones históricas” de los pueblos indios son, por lo menos parcialmente, ensayos normales y corrientes para dar verosimilitud al designio de controlar recursos naturales y financieros -como es el caso de la tierra, los bosques y los hidrocarburos- de parte de sectores políticos que han advertido las ventajas de la organización colectiva. Los que hablan en nombre de los pueblos indígenas persiguen en el fondo objetivos muy convencionales: poder y dinero.
Para concluir: es comprensible que en el ámbito andino se haya conformado un memorial de agravios contra la larga soberanía española. Las doctrinas del indianismo y la descolonización constituyen un mecanismo para expresar y mitigar el dolor de las víctimas de la era colonial. Pero los resultados prácticos de estos esfuerzos son ambivalentes y muchas veces se entremezclan con anhelos de dominación de nuevas élites que hablan en nombre de las víctimas. Es decir: la repetición de la historia universal.
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