En este texto las críticas dirigidas a los intelectuales no se refieren a los grandes representantes de la literatura, la ensayística y las ciencias sociales, sino a lo que podemos llamar la masa de los catedráticos universitarios, los escribidores de la prensa y los asiduos a los cafés de moda, es decir: a aquella mayoría que no se destaca por su originalidad ni por un espíritu genuinamente crítico.
Por otra parte los fundamentos y las motivaciones para las pasiones de los intelectuales son comprensibles y no han variado gran cosa a lo largo de los siglos: la firme creencia de poder modificar la evolución de las sociedades a través del trabajo racional de ellos mismos, la exaltación de la voluntad política y organizativa de aquellos que comprenden el desarrollo histórico, el dar continuidad a las tradiciones revolucionarias previas y la pretensión de dejar atrás, de una vez, el desprestigiado campo de la pura teoría.
La concepción de la maleabilidad de los designios históricos, junto a la omnipotencia de la propia voluntad política, representan algunos de los alicientes más poderosos para embarcarse en proyectos iluminados por consignas como “otro mundo es posible”, ante las cuales la cuestión de la proporcionalidad de los medios, la defensa de los derechos humanos y el respeto a los que piensan de otra manera han aparecido como asuntos de relevancia menor y a veces como obstáculos para la verdadera fe radical. Ante la magnitud de los problemas a los cuales se enfrentan las sociedades latinoamericanas estas consideraciones han sido percibidas a menudo como secundarias. Frente a las inmensas tareas de la genuina revolución -fenómeno que adquiere una marcada connotación religiosa y apocalíptica-, la eliminación del modelo democrático ha sido pasada por alto en cuanto un hecho de relevancia limitada, ya que la edificación de un orden justo deja en la sombra las otras prioridades.
Los intelectuales al servicio de los procesos revolucionarios se convirtieron de poetas sublimes en “productores de odio”, puesto que estaban convencidos del carácter sagrado de su misión. Los regímenes socialistas del Siglo XX los transformaron, aunque sea parcialmente, en fundamentalistas del inexorable progreso social, económico y político que ellos creyeron constatar en la evolución cotidiana de esos sistemas. Estos soñadores de lo absoluto creían firmemente en el teorema de que los fines justifican cualquier medio. Precisamente por ello se puede aseverar que estos intelectuales han cometido un acto de traición con respecto a las concepciones humanistas que inspiraron a los padres fundadores de las doctrinas del socialismo científico. Además, como se puede observar en el comportamiento uniforme de las élites políticas de Rusia, China, Vietnam, Angola y otros países, estos grupos privilegiados tenían y tienen como metas normativas los valores de orientación más rutinarios y convencionales: dinero, poder y prestigio, los tres caminos tradicionales de ascenso social. Estas sendas de indudable “progreso” individual generan grupos privilegiados que carecen de ejemplaridad ética y cultural con respecto a los otros estratos sociales.
En este contexto hay que comprender la retórica anti-imperialista, tan extendida en América Latina, que posee fuertes raíces católico-tradicionalistas, con rasgos inquisitoriales, antiliberales, anti-individualistas y antirracionalistas. De ello proviene su enorme popularidad entre los más diversos estratos sociales y grupos étnico-culturales. La retórica anti-imperialista tuvo y tiene notables funciones compensatorias, que son muy difíciles de ser reemplazadas por concepciones liberales y racionalistas: (1) la construcción de una legitimidad histórica centrada en la defensa inflexible de lo propio, amenazado este último presuntamente por los exitosos modelos civilizatorios foráneos; (2) la edificación de un consenso interclasista de corte colectivista, destinado a lograr la unión sagrada de la nación respectiva; y (3) la plausibilidad de un camino revolucionario, considerado como auténtico y original, que pondría fin a todas las falencias acumuladas a lo largo de una historia atroz.
Como señala Mario Vargas Llosa, la respetabilidad y la honorabilidad -formas prácticas de ejemplaridad- representan bienes escasos entre los intelectuales progresistas, pues la mayoría de ellos se comporta en la prosaica realidad de una manera sustancialmente diferente a aquello que proclama en la teoría. El resultado sería “la devaluación del discurso, el triunfo del estereotipo y de la vacua retórica”. Estas actitudes son parcialmente comprensibles, dice este mismo autor, si tomamos en cuenta las estrategias de supervivencia que hay que adoptar en sociedades precarias, considerando, además, la exigencia de reconocimiento que elevan los intelectuales de modo perentorio. Precisamente esta demanda de reconocimiento, a menudo insaciable, no es congruente con la escasa ejemplaridad que exhiben los intelectuales, lo que también se da en todas las otras élites latinoamericanas.
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