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[Ignacio Vera]

La espada en la palabra

Santos y poetas


Cuando leo la biografía de un hombre descollante, siempre acabo haciéndome esta pregunta: ¿Cuál fue el secreto de esta existencia para que se despojase de cualquier revestimiento convencional con que se ciñe una vida común?

Yo llegué a concluir que la virtud humana no es sinónima de todo lo que la religión tiene como concepto de virtud (que es perfección, en otra palabra); porque la perfección no está hecha para las personas, sino solamente para los dioses, es que el ser humano tiene un concepto equivocado de la grandeza verdadera. Esta grandeza se relaciona más con el vicio superado que con la constancia en la nobleza; más con la envidia eliminada en cierta etapa de la vida que con el altruismo que viene desde la cuna, porque ¿quién tiene más mérito y, si se quiere, más dignidad de espíritu entre el que ha nacido noble y mantiene esa nobleza hasta la tumba y el que nació envidioso y se volvió noble? Creo que el segundo, sin decir que el primero sea malo.

La grandeza de un hombre se mide por el volumen de los vicios y virtudes reunidos en su espíritu, y es en función de este volumen que destaca, pues ¿cómo sino podría ser el ser humano? -Un santo. En los hombres grandes todo es grande y desmesurado, miserias y cualidades.

¿Quién es más entre San Agustín y Beethoven? El primero buscó eliminar toda mácula que pudiese haber en su alma para salvarse él mismo, pero el segundo evoca la imagen de una personalidad luchadora que dio todo de sí para levantar su genio, y es un mayor ejemplo de vida. ¿Quién es verdaderamente más entre el santo de Asís y Napoleón? Aunque con una ambición de gloria impresionante y una egolatría desmedida, el emperador dio a Europa tantas obras como miserias guardaba su espíritu, mientras que el santo umbro se redujo a la más estrecha miseria, dando al mundo un ejemplo de austeridad, pero no mucho más.

Hasta el dar en demasía es malo. ¿No todo extremo es dañino? Pero, en realidad, los santos son más pasivos de lo que se cree y no dan tanto como se entiende; se piensa que su vida es una sola dádiva, pero lo cierto es que su reclusión en la pureza y la castidad no les permite extender los brazos de la prodigalidad tanto como para que los extiendan como los poetas, artistas y hombres de acción. Si éstos últimos despojan cuando son viles, también otorgan, y en demasía, cuando llega su momento de gloria.

Una vida rica en contenidos también debe ser una vida contenedora de vicios. Ahora bien; al lado de éstos, el ser humano debe tratar siempre de agigantar las virtudes. Pero aquéllos no deben desaparecer, porque los santos buscaron siempre que en sus vidas hubiese algo de sobrenatural o sobrehumano, pero es justamente en la humanidad donde se halla la verdadera grandeza de que es capaz el ser humano. Para llegar a la perfección están los dioses en el cielo estrellado, y llegaron a ella ciertamente hace miles de años.

La integridad humana, la verdadera grandiosidad, está en el justo medio, y se la encuentra cuando el hombre ha caminado sobre pétalos de rosas y encima del barro pegajoso. La perfección a la que apuntaban San Agustín, Teresa de Ávila y San Pablo, no es tan perfecta como ésa a la que llegaron Shakespeare, Mozart y Van Gogh, que pasaron quizá por un martirologio parecido al de los mártires, pero más fascinante; no pasaron por la hoguera, pero pasaron por sufrimientos y penurias sentimentales; no entregaron sus vidas como muchos santos, sino que se aferraron a ellas. Porque éste es otro punto de análisis interesante: ¿estará la vida hecha para ser entregada a una causa? Ni a una guerra ni a una ideología ni a una bandera ni al mismo Dios, porque éste hizo de la vida el valor más alto de todos cuantos existen.

¿Serán los elegidos de Dios los que viven dándose azotes en la espalda y privándose del desayuno, o quienes viven la vida en plenitud -con su demonio y su ángel lado al lado-, aprendiendo, rectificándose y dando acaso más que los primeros?

El autor es licenciado en Ciencias Políticas.

 
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