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Andrés Manuel López Obrador ha traído vientos renovados para las corrientes de la izquierda en el continente, en momentos en que estaban en pleno retroceso, resultado principalmente de la ineptitud y deshonestidad de los gobernantes izquierdistas, de graves violaciones a los derechos humanos de cuyo respeto algunos de ellos juraban que eran campeones, y por la repentina oportunidad que el poder brindó a unos pocos para enriquecerse por generaciones. Una pregunta que recorre el hemisferio es si AMLO, como ahora es universalmente conocido, podrá escapar al estigma que marca a los regímenes que se jactan de distribuir en desmedro de producir y sucumben a la tentación continuista.
Las primeras imágenes suelen ser las más duraderas y las de AMLO triunfante permanecen nítidas. En medio del júbilo de millones que lo veían por televisión, el presidente electo subrayó sus expectativas con una humildad que contrastaba con el abrumador 54% de la votación que acababa de obtener: “Quiero pasar a la historia como un buen Presidente de México. No les voy a fallar”, prometió en su primer discurso tras su elección.
Escucharlo me llevó a evocar a otro personaje que, 15 años antes, acababa de jurar al cargo y se dirigía a una multitud de seguidores. Era Luiz Inácio Lula da Silva, que discurseaba ante miles congregados en la imponente avenida que sirve de cuerpo central para la figura de avión bajo la que fue construida Brasilia en el cerrado brasileño.
La llovizna de esa tarde de enero de 2003 no desanimó a la multitud que aguardaba expectante al líder que había ganado la presidencia y abría un período de grandes esperanzas. Lula arrancó lágrimas cuando dijo que su mayor aspiración era concluir su mandato habiendo conseguido que ningún brasileño fuese a dormir con hambre. Al dejar el gobierno ocho años más tarde, con una reelección a cuestas en 2007, pudo jactarse de haber conseguido extraer de la pobreza a unos 30 millones de brasileños e incorporarlos a la categoría de clase media.
No era poco. Esa población triplicaba la de Bolivia o duplicaba la de Chile y subrayaba la escala de las desigualdades brasileñas. La hazaña ocurría, sin embargo, en medio de una escalada de precios espectacular para gran parte de las materias primas que daba una sensación de bonanza ilimitada a las arcas brasileñas y que solo el cielo era el límite. Pero el júbilo no tuvo aliento duradero. La austeridad no sería el signo de los gastos gubernamentales brasileños en los años que vinieron. La honestidad menos.
Uno de los primeros escándalos ocurrió al ser expuesto un sistema de sobornos a los legisladores que garantizaban al gobierno el pasaje de todos sus proyectos. Fue el “mensalao”, o la mesada que recibían los parlamentarios del Partido de los Trabajadores (PT) y de la coalición aliada por alinearse disciplinadamente con el gobierno. Años después vino la factura, que ahora tiene a Lula en la prisión y a su sucesora, Dilma Rousseff, cerca de hacerle compañía tras haber sido apartada del gobierno por otro mega escándalo, el de maquillaje de las cuentas públicas para mostrar buenos resultados donde las cuentas estaban en rojo. El estigma de la deshonestidad, o del robo y el raterío, en lenguaje más callejero, han sido marca profunda en regímenes populistas y autoritarios.
En nuestro caso, recordemos que la caída del MNR en 1964 ocurrió bajo una percepción generalizada de que el país había sido tomado por asalto y que la corrupción era un signo transversal y vertical del régimen que se iba; o también el descontento que cundió bajo el régimen militar del general Banzer con el enriquecimiento de muchos de su círculo más estrecho, la represión y sobreprecios en obras públicas. Lo que vino y la sucesión de otros escándalos fueron tan mayúsculos que amortiguaron el peso del bagaje de las décadas de 1960 y 1970.
El ámbito regional de AMLO no es muy ejemplar. En el norte sudamericano, Venezuela ha roto todos los parámetros de comportamiento de los estados y el régimen de Nicolás Maduro desfallece sin más aliados que Bolivia, Nicaragua y Cuba. Para el recién llegado AMLO, Nicolás Maduro puede resultar demasiado tóxico para merecer algún gesto de México más allá de decir: “Arréglenselas ustedes. Respeto la no intervención y no me meto”. El nuevo mandatario mexicano no querría entrar a las aguas turbulentas de Venezuela cuando su posesión ocurrirá en cinco meses, una eternidad cuando se aborda la urgencia de sanear el pantano venezolano. La presencia de Maduro es incómoda en el continente, salvo en aquel trío de países que, por lo demás, tampoco pueden hacer mucho por un sistema colapsado.
La sociedad mexicana y, en verdad, todo el mundo, estarán atentos a cómo luchará contra la corrupción, para comenzar con “la mordida” que gobierna desde gran parte de las relaciones interpersonales hasta los grandes contratos del Estado. “No voy a tener la corrupción a raya. La voy a erradicar”, prometió durante su campaña.
Por lo que espera, la tajada será multimillonaria como para acometer trabajos capaces de convertirse en demostración y tener jactancias tipo “esto costó tanto y fue financiado con la represión sobre gastos agigantados que se iban a realizar en tales y tales sectores. Los responsables están siendo procesados”.
¿Un sueño? Cierto, pero sería el camino ideal que promete AMLO.
Del vecindario izquierdista no será mucha la inspiración que AMLO pueda conseguir. La cruzada que pretende emprender contra la corrupción, que identifica no como un fenómeno cultural mexicano sino resultado de la decadencia de regímenes anteriores, es la que puede emerger como gran contribución mexicana a la cultura del continente y a conferirle brillo. En un gesto capaz de ruborizar a otros líderes de la región, ha archivado el avión presidencial y se dispone a viajar no solo con modestia y sino a donde su presencia resulte imprescindible.
Con gran simpleza que expuso en sus tweets, dijo que no habla inglés (“no lo necesito”) y que con el castellano tiene suficiente. Sin aumentar impuestos ni endeudar al país, todo apuntala su idea aún vaga de una gran revolución dentro de la legalidad, sin efectos desestabilizadores ni pérdida de inversiones. Parece la cuadratura del círculo, pero ante su manera de decirlo trepidan hasta los escépticos.
Su gran reto yace al norte, donde Donald Trump cree que puede moldear el TLCAN a su visión unilateral del mundo. AMLO tiene una visión distinta de la que tenía hace 20 años cuando era opositor intransigente a la integración comercial con el país a donde ahora van cuatro quintas partes del comercio exterior mexicano. Ambos con fuertes rasgos populistas podrían encontrar en esas similitudes los puentes para entenderse. En ese empeño, AMLO cuenta con una ventaja importante sobre Trump: de su lado estará Canadá, el tercero en el esfuerzo por redibujar el mapa del libre comercio en América del Norte.
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