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En solo una semana, el mundo de Donald Trump ha dado un vuelco y ha confundido hasta a sus viejos aliados. Llegó a Helsinki con la carga de torpezas que ilustraban falta de modales, muy distante de la educación refinada de sus anfitriones, y partió dejando la sensación de que Estados Unidos se alejaba de su propia familia y se acercaba a Rusia, el gran enemigo de la Guerra Fría.
Había humillado a sus aliados de la OTAN diciéndoles que no pagaban lo que les correspondería para garantizar la seguridad del viejo continente ante la amenaza siempre latente de Rusia. La afirmación resultaba cuando menos parcialmente mentirosa, pues los miembros más destacados de la Alianza Atlántica estaban al día y todos juntos sumaban gastos militares superiores a los de China y Rusia, solo superados por los de USA. Por lo demás, era contradictorio reprochar cualquier cosa a los viejos aliados, pues si él buscaba andar del brazo con Vladimir Putin en un romance que, por lo que ahora se sabe, siempre había anhelado, ¿qué sentido tenía fortalecer la alianza con los socios cuya función primordial es defenderse de quien Trump ahora encomiaba como un gran amigo?
De Bruselas partió hacia Londres, donde dejó al descubierto torpezas que avergonzaron a muchos estadounidenses y enfurecieron a los británicos cuando por instantes obligó a la Reina Isabel a caminar desorientada unos pasos detrás de él, una descortesía insólita hacia la monarca de 92 años.
Lo peor vendría al día siguiente, el lunes, en la capital finlandesa con expresiones que volvieron a poner en duda sus condiciones para dirigir a su país con solvencia.
Fue solo 28 horas después de esa conferencia de prensa, que demócratas y republicanos coincidieron en llamar “un verdadero desastre”, que el mandatario intentó responder al alud de críticas por su actuación indulgente respecto a la intromisión rusa contra la candidata presidencial Hillary Clinton y a favor de su propia elección.
La admisión del jerarca ruso de que prefería al candidato republicano fue una de las perlas de esa conferencia de prensa, que exhibió el valor de una prensa libre y sin mordaza. Esa admisión abría los grifos para confirmar que, si los rusos habían actuado cibernéticamente en la elección de 2016, fue para favorecer a “su” candidato, en desmedro de la rival Hillary Clinton. Es decir, Trump debía su elección a los rusos.
Algo más: Al decir que las agencias de seguridad de Estados Unidos le decían que Rusia había interferido en esa elección, pero que Putín afirmaba que no, asignaba igual valor a ambas versiones, en desmedro de la confianza que debía prevalecer respecto a los organismos de seguridad estadounidenses que al unísono dictaminaban que sí había habido interferencia rusa. Equivalía a decir que creía a Putín lo mismo que a los servicios de seguridad propios, algo que para gran parte del público estadounidense era desmerecer la integridad de esos servicios.
Presionado por sus asesores que veían en sus declaraciones una fatalidad, Trump ofreció una aclaración tras retornar a la Casa Blanca. Leyó una sorprendente aclaración equivalente a un parto de los montes. En medio de una expectativa mayúscula, se limitó a insertar una palabra en una de las frases controvertidas. Un “I wouldn´t” en lugar del “I would have” que había pronunciado al referirse a la intromisión rusa, que ahora dejaba de ser una especulación para convertirse en un hecho reconocido.
Con circunspección inglesa típica, The Guardian informó que el público recibía la corrección con graciosa incredulidad por entender que Trump declaraba que había querido decir exactamente lo opuesto a lo que había dicho.
Pero la corrección que volvía negativa una frase condicional (no podría por podría) era insuficiente, pues, como dijeron después muchos profesores de gramática en la TV, tendría que haber cambiado todo el texto, y algo más: el tono de sus palabras y el contexto que las rodeaba.
Para el público norteamericano crítico de su mandatario, éste lucía más vacilante que nunca y con expresión angustiada de “¿qué fue lo que hice mal?”. El intento aclaratorio resultó peor, pues dejó a muchos preguntándose con más insistencia si el jerarca ruso conoce, sabe o tiene algo sobre Trump que subyuga al pluribillonario presidente.
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