El “deseado” fue el rey de España que perdió casi todas las colonias de su corona. Fernando VII es considerado uno de los monarcas más nefastos de la historia de España, tanto por su carácter, como por su conducta autoritaria y cruel. En 1808 fue tomado prisionero por Napoleón. Fue así que en aquel entonces España luchaba por recuperar su independencia, mientras que en nuestro continente se despertaba una similar añoranza por la libertad, encaminando toda su energía en el logro de ese objetivo que, por ventura, se mantiene igual hasta el presente.
Relata Humberto Vásquez Machicado que, al recibirse la noticia del destino del monarca, empezó a discutirse la posibilidad que “las provincias de América debían velar por su seguridad y sus propios destinos”. Y, lo que es más importante, una vez depuesto el rey, la soberanía retornaba al pueblo. Nace así el ímpetu revolucionario que, encabezado por don Pedro Domingo Murillo, culminaría en el grito libertario “Compatriotas, yo muero, pero la tea que dejo encendida ya nadie la podrá apagar” pronunciado durante la fiesta de la Virgen del Carmen.
En el presente, está claro que esta lección histórica no fue olvidada, motivo por el cual surge tanto en la calle como en un acto cívico cualquiera y, de manera espontánea, el grito de “Bolivia dijo No”, que es una especie de consigna nacional para recordar el respeto que se debe tener a la voluntad del soberano, expresada mediante su voto el 21 de febrero de 2017.
Si bien históricamente la legalidad es un atributo que no se pierde fácilmente con el tiempo, la legitimidad es mucho más frágil y se la puede perder fácilmente, como ocurrió con Fernando VII, que fue un hombre que ejerció el poder como un atributo personal, reprimiendo con brutalidad cualquier disidencia. Lo que está ocurriendo lamentablemente en nuestra región ante la pasiva complicidad de muchas fuerzas que deberían precautelar la vida de todos, especialmente de los jóvenes que la idealizan aunque tampoco le temen a la muerte.
Hay que recordar que ante el abuso de poder pueden surgir voces como la del sacerdote Medina, que fue el primero en nuestro continente en declarar abiertamente la independencia de las colonias, cuya proclama concluye: “valerosos habitantes de La Paz y de todo el Imperio del Perú, revelad vuestros proyectos para la ejecución, aprovechaos de tas circunstancias en que estamos, no miréis con desdén la felicidad de nuestro suelo ni perdáis jamás de vista la unión que debe reinar entre todos, para ser en adelante tan felices como desgraciados hasta el presente”.
No hay duda que el espíritu juliano se transmite ahora en todos los rincones del país y con entusiasmo, en especial en sus principales ciudades donde están presentes los paceños, que se dispersaron de forma masiva y pacífica, especialmente en Santa Cruz y Cochabamba, donde, pese al tiempo, siguen transmitiendo con toda la fuerza, su cultura y sus costumbres.
Queda entrever si el espíritu que permanece encendido es la misma sed de soberanía y -sobre todo- si en el indómito carácter de la cuna de valientes y tumba de tiranos es el pueblo quien sigue siendo el soberano.
Las lecciones que acumulamos los humanos muchas veces son una tea ardiente que con el tiempo empieza a apagarse, para que tan solo quede el sahumerio de aquel fuego del pasado. Al igual que un comediante que aprovecha la frágil memoria del público, para contar el mismo chiste una y otra vez, aquellos que ostentan el gobierno aprovechan que pronto olvidamos la fuerza corruptora del poder. Una y mil veces las sociedades caen abatidas ante la corrupción moral que implica adueñarse a la fuerza del monopolio de la fuerza. Pero al igual que un público presto a reírse de las mismas payasadas, a veces el pueblo debe caer nuevamente en las despóticas garras de la naturaleza humana, tan humana.
De ahí que debemos leer nuevamente la proclama de la Junta Tuitiva que trae consigo muchas consignas que sirven en el presente, especialmente cuando se quiere atropellar la razón y la ley, lo que puede dar lugar a un enfrentamiento innecesario que puede ser fácilmente conjurado con tan solo cumplirla honrando, al mismo tiempo, la palabra empeñada, que es la fuente básica de la legitimidad del poder y del propio ciudadano.
El autor es Ing. Com. y Miembro Emérito de la Academia Boliviana de Ciencias Económicas.
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