Muchos sacerdotes católicos, ante el surgimiento de la dictadura, en la década del 60 del siglo pasado, en el país asumieron una firme conducta de defensa de la democracia y la libertad.
Lo hicieron persuadidos de que sus esfuerzos contribuirían, algún día, a restablecer la convivencia civilizada. Y que entonces las ideas, al igual que sus creadores, se multiplicarían, libres de toda sombra intimidatoria. Y que el entendimiento nacional ratificaría la fe en Bolivia y su destino.
A raíz de este hecho fueron tildados de “curas subversivos”. Es que, en el marco del Evangelio, no se habían doblegado ante los omnipotentes de turno, sino que habían priorizado, en todo caso, el servicio a favor del bien común. Por lo visto no se habían desconectado de la realidad nacional, sino que la habían vivido intensamente. Lo hicieron pese a los peligros que recaían sobre ellos.
Algunas iglesias, particularmente aquellas ubicadas en zonas populares, se habían convertido en refugio de perseguidos políticos. De ellos que, por sólo haber defendido la vigencia de la democracia y la libertad, fueron estigmatizados como “enemigos de la Patria”.
Los sacerdotes y las religiosas que administraban esos santos recintos se encargaron de ponerlos a buen recaudo, a fin que los sicarios no les caigan con sus garras. Entonces disponían de techo, de alimento y libros, para sobrellevar la adversidad. Y periódicos, fundamentalmente, como instrumentos de información.
Es que la dictadura, sea cual fuere su tinte político, es funesta y significa un retroceso a los tiempos cavernarios.
De veras que quienes vivieron en dictadura, saben de sus atrocidades. Quienes han sufrido persecución, saben de zozobra e incertidumbre. Quienes han padecido el destierro, saben de sus limitaciones. Excesos fueron recurrentes en los regímenes dictatoriales de todos los tiempos. Ninguna dictadura se impuso con mano blanda. Jamás.
La dictadura, en el mayor de los casos, hizo de las suyas, en deterioro de la unidad nacional y de los derechos humanos, en particular.
De esta realidad histórica está bien informado quien, a sus 81 años de edad, ha recibido del papa Francisco el anillo cardenalicio, recientemente, en Roma.
La nueva autoridad eclesiástica, por los años que lleva, es el testimonio viviente de un periodo histórico de más de 80 años. En este tiempo se han registrado algunos hechos políticos de trascendental importancia, y otros poco relevantes, que incidieron en los rumbos del país.
Hubo revoluciones y contrarrevoluciones. Avances y retrocesos. Golpes y contragolpes. El deceso trágico de dignatarios de Estado. Y en fin.
Y él, en este contexto, debería ratificar su identificación con la democracia y la libertad. Reiterar, asimismo, su oposición a la dictadura, venga de donde viniera. A estas alturas de la historia no le conviene tomar señales ambivalentes.
En suma: debe honrar la memoria de aquellos sacerdotes que sacrificaron su tranquilidad personal por fecundar la democracia y la libertad.
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