Un hombre es serio en la medida en que respeta su palabra empeñada, porque basta con que de “boca” se asuma un compromiso para que sea cumplido con la misma fuerza que como si estuviera escrito. En el decurso de la humanidad se ha conocido célebres casos en que por respeto a la palabra, habiéndose por convicción o ligereza vertido declaraciones de promisión, se ha sufrido graves y en casos, irreversibles consecuencias.
La historia nos enseña que, con inclinación en algunas esferas, como en la política, la palabra tiene valor poco menos que ninguno, porque de ella los dirigentes, principalmente cuando persiguen el poder o se resisten a separarse de él, han hecho y hacen escarnio. Paradójicamente la regla es que la distancia entre pensamiento y acción se hace cada vez más grande; que lo dicho a tiempo de brotar de los labios no está en planes de ser cumplido, a menos que los acontecimientos futuros den un giro tal que les convenga hacerlo, por lo que en gran medida los fracasos que sufrimos obedecen a esa condición moral impugnable, éticamente gelatinosa, facilista y veleidosa que, particularmente en el caso nuestro, cunde entre nuestros líderes.
Así es, en nuestro medio, las conductas éticamente cuestionables y oportunistas han llevado a menoscabar hasta su mínima expresión la importancia de honrar la palabra emitida, ingresando a una relativización total, porque ya nada es improbable y nada es probable, dando paso a la demagogia e hiriendo insanablemente los sistemas e instituciones legalmente constituidos, así como su credibilidad por parte de un pueblo asqueado de la perfidia, ocasionándose desconfianza por quienes con astucia, pero con malicia, presumen de cumplidores de la voluntad popular, pretendiendo trastrocar lo inicuo en correcto.
Si de consuelo nos sirve, en el mundo y en la América latina especialmente, los políticos han engañado a sus electorados y accedido al poder gracias a monumentales mentiras que desafortunadamente no han sido escritas. Vergüenza debiera dar que el papel sea el único medio para respetar lo declarado, pero además debe estar firmado; porque para eso se ha inventado las autoridades de fe pública en casi todos los sistemas legales; para comparecer ante quien, por imposición legal, da fe de declaraciones ajenas, y es que “la palabra casi nada vale”. Y entonces esa regla de reverencia a la palabra empeñada se torna inverosímil, porque los gobernantes nos mienten y con sofismas nos cuentan “verdades” execrables.
Pero volvamos a nuestro contexto, en el que excluyendo ya por innecesarios los argumentos constitucionales y jurídicos, recurro sólo a los de integridad, que el Presidente, el Vicepresidente, ministros, parlamentarios y otras autoridades de gobierno han deshonrado, porque en su momento, de forma expresa y exenta de vicio, declararon su decisión de declinar cualquier intención de candidatear en las próximas justas electorales, si el referéndum del 21F no les era favorable. Y no lo fue. El pueblo les dijo no.
Con pena, somos testigos de que la vieja sentencia del Emperador Cayo Tito al dirigirse al Senado romano, y referirse en tono despreciativo a las expresiones orales, cobra una vez más valor en nuestra política: “las palabras se las lleva el viento. Lo escrito, permanece”. La ambición de poder de los siglos que le sucedieron, hizo aforismo de su raíz latina “verba volant; scripta manent”. Sí, con decepción comprobamos que entre nosotros se ha recogido y justificado que la palabra nada vale, que por encima de ella está la adicción al poder. Menos mal que como último expediente queda lo escrito, que previene que para el Presidente en ejercicio, ya no hay más posibilidad legal de postulación.
El autor es jurista y escritor.
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