Simón José Antonio de la Santísima Trinidad de Bolívar y Palacios, el fundador de la nación que nació a la vida independiente el 6 de agosto de 1825, bautizada con el nombre de República Bolívar (mutando en nuestros días al de Estado Plurinacional de Bolivia), es recordado en nuestros días como el Libertador, título con el que fuera proclamado a su ingreso triunfal en Caracas el año 1813, cuando ostentando el grado de General contaba con 47 años de edad.
En la historia de la humanidad, su enaltecedora estampa no tiene parangón, pues a decir de Unamuno, de omitirse su nombre “la humanidad quedaría incompleta”. Sin duda, el título supera a todos los que el orgullo humano pueda anhelar. Bolívar lo mereció plenamente, influenciando de manera determinante en la emancipación de todo el continente austral, al otorgar su espada la libertad a Venezuela, Ecuador, Colombia, Panamá, Perú y a Bolivia, que fue la primera en rebelarse contra el dominio español y la última en alcanzar su independencia.
No obstante, a veces se llega a comparar su figura con César, Alejandro Magno, Napoleón o Aníbal, cuyos afanes fueron los de someter a los pueblos para edificar imperios o expandir la dominación hacia lejanos reinos, mientras el genio libertario de Bolívar estuvo siempre al servicio de la independencia de los pueblos.
Con el último de los nombrados, forzando algunas situaciones y la prolongada distancia que los separa con más de 2000 años, se podría llegar a establecer un punto de conexión, al rescatar ciertas afinidades que se dieron entre los proféticos juramentos que en su momento emitieran por separado.
De esta manera, cuando el héroe cartaginés contaba con nueve años de edad, antes de embarcarse hacia España delante del altar de Júpiter y de su padre Amílcar juró eterno odio hacia los romanos, invocando poder aniquilarlos sin importar siquiera el vencerlos, como a veces lo hizo, incendiando y arrasando campamentos enemigos con la estampida de sus elefantes guerreros, en actitud tan evidente que se acuño el dicho: “sabe vencer, pero no disfruta la victoria”…
Por otro lado, el mozalbete Bolívar, huérfano de ambos padres desde su tierna infancia, antes de retornar a tierras americanas, en las ruinas del templo de Júpiter en una de las siete colinas de Roma –Montesacro y no el Aventino como se creía- juró ante Dios y delante de su maestro Simón Rodriguez, no dar descanso a su brazo ni reposo a su alma hasta romper las cadenas hispanas que oprimían al Nuevo Mundo.
Sin embargo, la conexión también marca la diferencia, pues Aníbal jamás lograría ver realizados sus sueños (como Bolívar lo hizo), siendo derrotado en una celada nocturna, mientras la molicie daba cuenta de su ejército en pleno festejo de una victoria y antes que su mortal enemigo lo capture, prefirió ingerir el veneno que siempre portaba para acudir a la cita con la Parca en momento preciso.
Y puesto que el juramento de Bolívar se realizó donde en la remota antigüedad tuvieron lugar las primeras sublevaciones de esclavos que registra la historia, finalmente se puede establecer cierta ligazón con el legendario gladiador Espartaco (Así llamado por ser originario de la heroica Esparta), que hasta hoy encarna al esclavo que prefiere ofrendar su vida “antes que esclavos vivir”, como reza la letra del himno de la hija predilecta de Bolívar.
Ingresando ya en el cotejo de disparidades, a diferencia del Rey de los esclavos, Bolívar nació muy apartado de los estigmas de la esclavitud, bajo los blasones de una de las más hidalgas y acaudaladas familias caraqueñas, poniendo al servicio de la emancipación su fortuna, títulos nobiliarios y una brillante educación forjada en el viejo continente, y por ironía del destino acabó sus días prematuramente envejecido, sumido en la miseria, el abandono y la ingratitud humana.
…Para vergüenza de las generaciones venideras, ¡la mortaja incluyó en Santa Marta una camisa prestada!
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