A medida que los pueblos crecen en cultura y construyen su historia con los materiales de la adversidad, infortunio, éxito y esperanza, en medio de una lucha incesante, en la que cada obstáculo engendra una fuerza y toda caída impone un altivo levantamiento, el culto a la bandera constituye la más grande de las fuerzas morales de propulsión porque representa la imagen de la Patria, la grandeza, el poder y la unión de sus hijos. Nuestro sagrado pabellón está tejido con todos los hilos de la adversidad y de la bienandanza. En su trama se entrelazan todas las heroicidades y congojas, los anhelos más notables y las mayores esperanzas.
Sus amplios pliegues flamearon en medio de la humareda de las batallas con el ritmo de las ametralladoras y recibieron el homenaje de los cañones y el beso de la gloria en mil combates. En sus matices que derivan de los cálidos colores de la kantuta, y el patujú, flores nacionales, de los tonos suaves, gualda y esmeralda, extraídos de la leyenda áurea del Gran Paitití y del Oriente opulento, se hallan dormidos los fastos de épocas lejanas misteriosas. Sus colores triunfales flamearon por primera vez en la cumbre del Cerro Rico de Potosí, en la mano recia del Libertador Simón Bolívar, como aquella Tea de Murillo simbólica, que jamás se apaga.
En los primeros años de la República, cuando Bolivia nacida de la guerra de la independencia era una potencia militar forjada en la fragua de las batallas, la bandera paseó triunfante por los campos de la Confederación Perú-Boliviana; tremoló victoriosa en Iruya y Montenegro; cubrió el eclipse de la estrella del Gran Mariscal de Zepita en Yungay para volver a brillar triunfante en Ingavi, que consolidó la independencia patria. Más tarde cruzó los desiertos hacia el mar nuestro, guiando como oriflama del deber resignado al sacrificio estéril, a un ejército sin armas, conducido por un general detestado, que resultó inferior a la hazaña épica de defender la integridad marítima de Bolivia y no supo siquiera sucumbir como el heroico Abaroa en Calama o ese gran sargento Arzabe que rindió la vida junto al cañón, teniendo bien amarrada a sus pantalones la banderola de su compañía exterminada.
Después hubo de trasmontar nuevamente los Andes, esta vez hacia los bosques del noroeste, reafirmando nuestro derecho al Acre. Recibió allí el incienso de las batallas victoriosas en Bahía y Vuelta Empresa y cubrió en Riosinho el cuerpo sangrante del heroico centinela Maximiliano Paredes. Años más tarde, en aquel inmenso infierno verde de sacrificio estoico del soldado boliviano que fue el Chaco Boreal, flameó nuestra tricolor agitada por vientos de tragedia, en Boquerón y Villamontes para marcar las hazañas de nuestros bravos guerreros en Nanawa, Alihuatá, Kilómetro 7.
Nuestra gloriosa bandera fue sin duda la última visión de esperanza que alentó, en el desierto de Picuiba, a la trágica falange enloquecida por sed, hambre y dolor. Su manto de púrpura, gualda y esmeralda, crepitando como una enorme luminaria de noche de San Juan, envolvió los despojos del aviador Rafael Pabón, que remontó al cielo de la gloria en el avión invicto de la fama. Y allá, en medio de la selva chaqueña, con los pies reciamente clavados en la arena, semejantes a estatuas de bronce que el deber cincelara, Méndez Arcos y sus 26 compañeros tuvieron en nuestro pendón el santuario bajo, cuyo domo se cumplió el rito sagrado de la heroica inmolación por la Patria, cual si se tratara de un festival de semidioses mitológicos. La tricolor nacional es incomparable y única. Ninguna bandera se asemeja a su grandiosidad y belleza.
Recordemos que la Asamblea Deliberante reunida en Chuquisaca y por iniciativa de los doctores José Mariano Serrano que era presidente y, Casimiro Olañeta, Manuel Martín Cruz y otros en su sesión del 17 de agosto de 1825 aprobó un solemne decreto creando la primera bandera nacional. En la Asamblea General de la República, el Libertador Bolívar decretó. “La Bandera Nacional será bicolor, verde y punzó en el campo principal será punzó y a uno y otro costado irán dos franjas verdes del ancho de un pie”. “Sobre el campo punzó se colocarán cinco óvalos verdes de olivo y laurel, uno en el medio y cuatro en los costados y dentro de cada uno de estos óvalos se colocará una estrella de oro”.
El Congreso Constituyente de 1826 la modificó por primera vez sustituyendo la faja verde superior con la amarilla y las cinco estrellas con el escudo de armas dentro de dos ramas de laurel y olivo en fecha 25 de julio de este año. Posteriormente el 30 de noviembre de 1851 en la Convención Nacional por inspiración del presidente Belzu se modificó definitivamente los colores y la forma de la bandera con tres fajas horizontales, rojo, amarillo y verde. Por decreto de 1924 se estableció el 17 de agosto como Día de la Bandera en conmemoración a la creación de la primera Bandera Nacional.
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