El tener poder genera uno de los más grandes placeres. Activa el halago y sublimiza el pedestal encumbrado del hombre político. Mal de altura se llama el síndrome que descubre la megalomanía del hombre en el poder. El lenguaje, aun aparentando el diálogo, suele ejercerse, no pocas veces, hasta el límite de la tiranía. Todo lo cual ha traído como consecuencia no sólo las degradaciones del mesianismo, sino un aparato tecnocrático que desplaza las conformaciones ideológicas, sustituyéndolas con la pura exaltación propagandística de un hombre, de un partido, o de un sistema, como se está dando en Bolivia con una ideología que pasó a la historia. Se promueve corrupción, con secuelas de manejo discrecional de recursos del Estado, arbitrariedad, abuso desmedido del poder, que han traído el descrédito político del actual gobierno, incurriendo en toda clase de iniquidades, injusticias, entre ellas la persecución política, la expansión de la corrupción, hasta caer en la apostasía o repudio del pueblo; los vicios se vuelven costumbres.
En consecuencia, se cultiva el halago y sublimiza el pedestal del hombre político. Al respecto es rotunda la definición de José Ortega y Gasset: “En política no hay reglas del juego; el juego acaba con las reglas”. Pasado, presente y futuro son historia entremezclada, especulación acomodaticia, abuso de la falta de memoria del pueblo. De ese oficio que muchos llaman “el arte de engañar a los hombres”; que Kant definió como “la habilidad para adaptarse a todas las circunstancias”. Los críticos de hoy concluyen que la falta de diferencias ideológicas fertiliza el campo de la delincuencia.
El endiosamiento del hombre en el Poder es hoy estimulado a través de la propaganda, de la que puede formar parte la noticia planeada o espontáneamente generada, por ese mar de tinta, racimos de micrófonos y cascada multicolor de imágenes que son los medios de comunicación. Pero, a la vez, muchos medios se han convertido en un purgante de las inmoralidades políticas al denunciar los abusos de poder y las trampas crecientes de la corrupción y el soborno. Hasta mediante los medios se multiplican las pugnas descalificadoras entre políticos y partidos. Lo curioso es que mientras en publicidad se comprendió que el ataque insidioso sobre productos o servicios deteriora el propio mercado, los que hacen propaganda no han comprendido todavía que la competencia degradadora acentúa el descrédito colectivo.
En más de doce años en Bolivia políticamente nos hemos enfrentado a nuevos y grandes escándalos, escenificados por los políticos en el poder o cerca de éste. Todos causan el descrédito del oficio político. Del bando se ha pasado a la banda, siendo transformadas las banderas en simples banderines. Ya no se trata sólo de infidelidades u ocultaciones del pensamiento ni de malversación de las palabras, sino del índice acusatorio de los hechos. Son los dipsómanos morales quienes se encuentran disfrutando del poder, que ya se acaba inexorablemente. Los veremos pronto en el llano, sin recursos mal habidos. Si acaso se atreven a quedarse y no escapar.
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