La historia universal puede ser vista como una serie interminable de fenómenos de mestizaje y aculturación. Además de las innumerables mezclas étnicas, se ha dado igual cantidad de procesos mediante los cuales una sociedad recibe la influencia de una cultura que le es militar, técnica y logísticamente superior. Cultura significa también cambio, contacto con lo foráneo, comprensión de lo extraño. El mestizaje puede ser obviamente traumático, pero también enriquecedor. Se podría aseverar que las sociedades más exitosas, como las de Europa Occidental, han sido aquellas que han experimentado un número relativamente elevado de procesos de aculturación y que los individuos más aptos son los que tienen una multiplicidad de roles. El tratar de volver a una identidad previa a toda transculturación es, por lo tanto, un esfuerzo vano, anacrónico y hasta irracional: se puede pasar rápidamente de las reivindicaciones anti-imperialistas a las obsesiones nacionalistas y a los monstruosos ensayos de limpieza étnica por la fuerza de las armas.
En el área andina estos decursos evolutivos han exhibido una enorme complejidad. La vida de uno de los primeros y más ilustres mestizos, el Inca Garcilaso de la Vega, mostró esa angustiosa yuxtaposición de herencias dispares, pero también la posibilidad de una síntesis fructífera. Personal y colectivamente hay varias estrategias para lidiar con este hecho: (1) el permanecer dentro de lo predeterminado por los agentes históricos y el propio destino de frustración; (2) el rebelarse inútilmente asediado por las obsesiones de un retorno a la identidad primigenia; y (3) el intentar un camino que combine el legado de los mayores con los avances civilizatorios de las sociedades exitosas del momento. Esta última posibilidad es la más habitual en el mundo contemporáneo: si se acepta que los actores sociales disponen de intencionalidades y preferencias propias y que no están totalmente acondicionados por la evolución histórico-cultural precedente, entonces es dable una senda de desarrollo sincretista que preserva algunos fragmentos de un legado con tendencias particulares y adopta algunos elementos de la civilización moderna de índole universalista.
En el mundo andino no son raros los movimientos indigenistas e indianistas que propagan un etnocentrismo militante. Después de muchos siglos de amarga humillación, es comprensible que surjan corrientes de estas características, que naturalmente se consagran a una apología ingenua del estado de cosas antes de la llegada de los conquistadores españoles. Pero a pesar de todo ello, las coerciones de la técnica moderna, la irradiación de valores normativos desde los centros metropolitanos y la necesidad de cohabitar con los mestizos y blancos del país respectivo han llevado a que una porción considerable de estos movimientos ingrese a la senda de la moderación y el compromiso, reconociendo la realidad inexorable de una sociedad multinacional y pluricultural, la validez y bondad de los valores universales y las ventajas de la cooperación con las otras comunidades étnico-culturales. El camino más promisorio parece ser el de aceptar la diversidad dentro de la unidad de los actuales estados. Pero este programa se ve y se verá fuertemente contrarrestado por la difusión de las normas y los valores modernos de orientación, por la expansión implacable de la llamada frontera agrícola, por la búsqueda cada día más intensa de recursos naturales y finalmente por la inmensa presión demográfica.
Son indudables los efectos negativos y hasta devastadores que de algún modo pueden ser asociados a la moderna lógica occidental, cuya aplicación en los países del Tercer Mundo ocurre habitualmente sin sus principios humanistas y sin su talante escéptico y autocrítico, lo que se manifiesta claramente en los desarreglos ecológicos que dimanan del intento de dominar y explotar el último rincón de la Tierra. Pero aquella lógica ha producido igualmente los derechos humanos, la democracia pluralista y la concepción del respeto a las minorías. Ya desde la segunda mitad del Siglo XX los grupos étnicos situados o mantenidos en una situación socio-económica discriminatoria comienzan a darse cuenta de las manifiestas ventajas que conlleva el universalismo occidental para defender sus intereses y acrecentar su participación en los usualmente magros frutos del crecimiento económico-técnico.
Es por eso que en el área andina los movimientos indigenistas han tomado paulatinamente un giro pragmático y conciliador. Estas corrientes moderadas ya no propugnan más la edificación de una comunidad homogénea basada en la pureza étnica de los grupos aborígenes, sino una sociedad compleja y cambiante con amplia tolerancia para todas las razas, las clases sociales, las regiones geográficas y los niveles civilizatorios. Aquí se insertan las amplias posibilidades de un mestizaje moderno y con algo de espíritu humanista.
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