Algo más que palabras
“Uno tiene que darlo todo para que no le roben la esperanza y pueda ser salvado por ella”
Todo requiere esfuerzo y tesón para no hundirse, máxime en un momento bastante complicado, puesto que somos una generación con multitud de problemas globales, que requieren la colaboración de todos. Nada hay más admirable y heroico que vivirse y revivirse, que sacar valor del hoyo mismo de las desdichas. Ahí está el desafío de los flujos migratorios, con un gentío en movimiento permanente que impresiona, ya sean desplazados por los conflictos y las guerras, el cambio climático que está redibujando el mapa de los lugares donde la gente puede vivir, o por el deseo de mejorar sus vidas con nuevas oportunidades, impulsándonos a ser más corazón. Ciertamente, aquellos que emigran esperan de nosotros la acogida, llevan consigo sentimientos de confianza y de esperanza que les anima y reanima a empezar de nuevo. No trunquemos su anhelo.
Asimismo, tenemos la galopante desigualdad económica entre países y dentro de ellos; cuestión que resulta verdaderamente escandalosa, genera multitud de adversidades, puesto que todos tenemos derecho a esperanzarnos con empleos decentes y salarios justos. Bien es verdad que esta brecha diferenciadora ha sido reconocida como uno de los retos más importantes de nuestro tiempo en el ámbito social, económico y político y ocupa un lugar preponderante dentro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible; sin embargo, lejos de cesar va en aumento, quizás porque no se considera los imperativos morales y éticos a tener en cuenta.
A mi juicio, somos una sociedad irresponsable, que suele hablar mucho y hacer poco, a la que le cuesta hacerse piña, excluyente, que margina en vez de reintegrar, empezando por la propia familia. En efecto, nuestros hogares han dejado de ser un fermento de bondad, amor y cuidado mutuo. Y esto, desde luego, es nefasto para nuestro correcto desarrollo humanístico, encaminado a unirse y a reunirse, a conciliar y reconciliar posturas, a encontrarse y a reencontrarse con esa unidad de pulsos que nos engrandecen. Ahí radica la expectativa, en esa alianza por la que todos tenemos que trabajar, sabiendo que por muy fuerte que sea la fatalidad, son los espíritus ensamblados los que levantan los pueblos.
En consecuencia, por muchas adversidades que nos acorralen, jamás podemos rendirnos. La realidad por sí misma ya es una contrariedad de abecedarios, que nos insta a entendernos mediante el diálogo y las relaciones pacíficas. El último informe del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, en referencia a la reciente escalada de violencia y la delicada situación humanitaria en Palestina, nos esclarece al respecto, sobre lo importante que es la unidad del ciudadano de a pie, en el que se destacan los esfuerzos de los hombres y mujeres, tanto de Israel como de Palestina, que superan el cinismo y la desesperación “tomando medidas concretas para promover la tolerancia y forjar un futuro común”. O sea, un porvenir en familia, donde el mismo lenguaje es un armónico latido compacto.
Por eso, es fundamental que cada uno se esfuerce por vivir la propia vida con una actitud responsable y de donación hacia sus análogos. Sin este fundamento cooperante, la sociedad se enfrenta en contiendas inútiles, verdaderamente destructivas. A pesar de las densas nubes sobre nuestro mañana, jamás nos dejemos abandonar, poniendo en el centro de nuestras existencias la pertenencia y el compromiso responsable de estar ahí siempre, como una fuerza humanitaria dispuesta a adoptar modelos de consumo y producción sostenibles y a cambiar nuestro modelo económico sustancialmente. También en la hora de convivir, la sociedad no puede olvidar la referencia a esa gramática de familia unida, en la que todos son imprescindibles y necesarios. Fortalecida, además, esa entidad entre el ser humano y su hábitat, los problemas que hoy aparecen sobre el horizonte, empezarán a resolverse apoyados en el sólido fundamento de valores estéticos compartidos. Indudablemente, todos los infortunios se los supera.
El autor es escritor.
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