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[Ignacio Vera]

La espada en la palabra

En Nicaragua llueve sangre


Que la ola populista del socialismo del Siglo XXI (que así se llamó a sí mismo este proceso político latinoamericano) está ya en franca decadencia, es cosa patente, y decir esto no es, como algunos creen, solo réplica testaruda de los que se oponen a ella. Pero que todavía hay mucho que hacer por extirpar de la realidad todo lo malo que dejó, es otra realidad de igual forma muy patente para los opositores, muchos de éstos inoperantes. Y hay mucho que hacer, ciertamente, como se dio cuenta Mauricio Macri, quien está intentando, con un gradualismo a primera vista inteligente y sobre bases consistentes, reintegrar a la Argentina a la economía del concierto internacional, dado que aquel país había quedado excluido del escenario económico por el populismo de los Kirchner. Lamentablemente algunos otros países, como Bolivia y Venezuela, aún se hallan en el camino de la búsqueda de respuestas. Y, lamentablemente, el final del camino a veces parece lejano.

Hoy muchos nicaragüenses están en la mira de los francotiradores, y el desfile de ataúdes, cuyo cortejo fúnebre tenía como trompeteros a los mismos funcionarios del gobierno de Nicaragua, se ha visto en pos de una caravana de paramilitares. Ha llovido sangre, o todavía llueve sangre.

La revolución de algunos revolucionarios nunca degeneró, sencillamente porque la revolución nació ya bastarda. No se malogró porque nació ya como una pantomima. Esto pasó cuando Daniel Ortega y Rosario Murillo llegaron al poder en 2016, tras unas elecciones a primera vista fraudulentas y mañosas. Los muertos de Managua, León y Jinopete aún están esperando el resultado por el que lucharon, y estoy seguro de que Sandino hubiese querido todo, incluso el peor derechismo, menos lo que se está viviendo ahora en su país.

Lo que está sucediendo en el amigo país de Nicaragua es malo en el sentido no ya del desmedro de la democracia sino en el del malogramiento de la moral. Los estudiantes universitarios de 17, 18 o 19 años solamente, están detenidos por reclamar democracia. La represión fue brutal y es ésta la que debe ser eliminada en primer lugar, para dar el siguiente paso. El gobierno ha tomado represalias, ha despedido, por ejemplo, a médicos y empleados de hospitales que apoyaron las manifestaciones contra el régimen.

La Casa Blanca, condenando al gobierno, ha impuesto sanciones como el bloqueo al sistema financiero estadounidense y el congelamiento de los activos de tres altos cargos, pero no sé si tales medidas sean suficientes para asfixiar a un régimen que, al menos hoy, se presenta obstinado y con sangre fría. La iglesia también ha intervenido, pidiendo que organismos internacionales documenten los hechos de violencia registrados. El gobierno nicaragüense, por su lado, calificó a los prelados de golpistas.

Hay una cosa que debo decir por honestidad intelectual. Creo en la democracia y en todo lo que ésta conlleva y, por tanto, en el principio de la no intervención. Pero también creo en el practicismo político, y sé que la asfixia que puedan ejercer los Estados Unidos en el pecho del gobierno represor nicaragüense puede ser una importante ayuda en la eliminación de la tiranía y el bandidismo gubernamental.

Estoy seguro de que a Nicaragua le espera un futuro mejor, estoy seguro de ello por una razón: cuando sobreviene la crisis (la crisis con sangre) es porque en el horizonte se dibuja el cambio. Esto fue explicado dialécticamente por el pensador Hegel, cuya concepción de la historia tuvo como motor de la misma a la confrontación (en el sentido más puro de esta palabra) de hechos. Cuando dos factores entran en colisión, el devenir entra en el escenario, como resolución o síntesis del conflicto.

En Bolivia aún esperamos, zozobrosos y con la cara seria, pero con valor, ese conflicto.

El autor es licenciado en Ciencias Políticas.

 
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