Hay que impugnar el nuevo dogma: todo es arte y todos somos artistas. La concepción de que todos somos artistas - inmensamente popular hoy en día y legitimada por las corrientes postmodernistas- postula que no hay diferencias sustanciales entre la salud y la enfermedad, entre la lucidez y la locura, entre la maestría y la cursilería, entre lo santo y lo profano, entre lo festivo y lo cotidiano, y, obviamente, entre lo artístico y lo prosaico. Estas deliberadas simplificaciones, que caracterizan sobre todo las artes plásticas contemporáneas, conllevan una traición a la función trascendente de la belleza, el talento y la fantasía inmersas en las genuinas obras de arte y literatura. Bajo la excusa del experimento y amparándose en una presunta búsqueda de nuevos medios de expresión, las artes contemporáneas documentan, según Mario Vargas Llosa, “la terrible orfandad de ideas, de cultura artística, de destreza artesanal [...] del quehacer plástico en nuestros días”. La pretendida espontaneidad de los artistas contemporáneos es, en el fondo, el criterio impuesto “por un mercado intervenido y manipulado por mafias de galeristas y marchands y que de ninguna manera revela gustos y sensibilidades artísticas, sólo operaciones publicitarias, de relaciones públicas y en muchos casos simples atracos”.
La belleza es el criterio que determina el arte auténtico: lo bello constituye el lenguaje que nos libera de la servidumbre y lo subalterno, nos conduce con inteligencia y mesura a la dimensión lúdica y traslada lo infinito a formas finitas. No existe obviamente un criterio absoluto, seguro y generalmente aceptado para definir lo que es la belleza estética, pero se puede afirmar que lo bello se sedimenta en aquellas obras que, además de la perfección técnica, dejan entrever el peso de la experiencia humana, el talento innovador del artista y la energía de la emoción concentrada. Objetos que se limitan a ser pura forma o mera ocurrencia pertenecen al campo del diseño industrial o publicitario. El arte genuino no aplana las diferencias entre realidad e imaginación, sólo las hace más visibles. Las concepciones clásica e idealista concibieron lo bello como la transparencia de lo divino, lo que reunía los criterios de unidad, perfección, proporción y claridad, o lo que causa satisfacción exenta de interés.
El gran arte es como una representación de la totalidad de la vida humana: es la expresión de lo misterioso y profundo, elaborada mediante medios que traslucen belleza (o, por lo menos, apuntan a ella) y en la cual toman parte las intuiciones, las obsesiones, las fantasías y hasta las locuras del artista, controladas, eso sí, por el talento de éste, su sentido de armonía, su conocimiento de lo ya experimentado y logrado en su campo. El arte vive de las cuestiones eternas que atañen al género humano, como ser la felicidad, el infortunio, el encuentro decisivo, los golpes del destino ciego, lo inconfundible de la individualidad, cuestiones que están por encima de categorías ideológicas y económicas.
La dimensión creativa del arte lo hace más perdurable, más apreciado y más importante que los productos del frío intelecto. El arte contiene una verdad mayor que la filosofía, la ciencia y hasta la razón, porque no está amenazado por el carácter abstracto y reduccionista de los conceptos y porque prefigura una comunicación liberada: en toda objetivación artística hay un sujeto colectivo. La racionalidad estética nos manifiesta la idea de una razón sustantiva, basada en la solidaridad y donde se conjugan lo universal y lo particular, lo empírico y lo conceptual, la identidad y la alteridad. Por otra parte, el arte mantiene viva la memoria de una racionalidad orientada hacia fines. El comportamiento estético es la facultad de percibir más aspectos de los que habitualmente nos muestran las cosas. Como tal cumple una función semejante a la religión. No debemos traicionar esta sagrada misión.
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