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Las imprecisiones y falsedades del presidente Donald Trump han tomado un ritmo tan persistente que sus asesores ahora dedican más tiempo a protegerlo no de sus enemigos sino de él mismo. A cada traspié deben salir al frente para aclarar lo que creen que en determinado momento quiso decir el presidente o para refrasear sus palabras para darle un contenido menos nocivo. Por lo general, las explicaciones son tardías e insuficientes, o se han vuelto tan frecuentes que muy pocos las creen. Cuando una persona dice falsedades o se contradice a cada paso, acaba por perder la credibilidad y nadie toma en cuenta lo que dice. Bajo la sabiduría popular es un embustero y aprovechador. Eso vale en todas las latitudes, inclusive en la nuestra.
Miren el caso más frecuente: Puerto Rico, la isla del Caribe asociada a los Estados Unidos por elección propia. Cuando ocurrió el huracán María, el año pasado, uno de los más devastadores de la historia reciente, Trump viajó a San Juan solo cuando la tormenta había amainado y los daños apenas comenzaban a emerger. Trump dijo que el número de muertos oscilaba entre seis y 18 y se mantuvo en esos números a pesar de las cifras abrumadoramente mayores que venían de organismos especializados.
Estos días, en que la cuenta oficial señala que hubo 2.975 víctimas fatales, volvió a insistir en las cifras irrisorias que había admitido al principio y dijo que sus rivales del Partido Demócrata las inflaban para causarle daño. La prensa estadounidense dijo entonces que Trump parecía convencido que el más damnificado por la tragedia era él mismo y que por tanto merecía más atención. Las cifras que ofrecían los medios habían subido por arte de magia, aseguró. Fue de mal en peor, pues también estos días los medios mostraron las imágenes del presidente cuando, en gesto indigno para un primer mandatario, lanzaba rollos de papel higiénico hacia las víctimas del desastre.
Como en sus intervenciones tras la tragedia, había insistido en que el mayor desastre huracanado había sido Katrina, en el golfo, que arrasó Nueva Orleans y sus alrededores con un total de 1.833 víctimas fatales. Los críticos le han reprochado que ni siquiera se sonrojó ante la comparación con el azote sufrido por Puerto Rico, que sufrió siquiera mil víctimas más.
Una convicción creciente entre los observadores es que Trump ya recibió con creces el beneficio de la duda sobre su capacidad para gobernar y que ahora enfrenta una crítica cada vez mayor entre los aliados de Estados Unidos y sus vecinos. Y aumenta la creencia de que si la economía estadounidense muestra signos de vitalidad, no es por obra del gobierno de Trump sino resultado de la gestión de Barack Obama, que la reacomodó lo suficiente para encaminarla por el camino en el que ahora está.
A todo esto se agregan los traspiés con su círculo más íntimo. Son cada vez más los que ven con sospecha las relaciones de Trump y su familia con jerarcas rusos. Es cada vez más fuerte la convicción de que Trump y su familia han tejido una red de alianzas con los rusos para establecer negocios lucrativos que nada tienen que ver con los principios estadounidenses favorables a las libertades colectivas e individuales. Eso puede repercutir en las elecciones de noviembre, en las que los republicanos se juegan la mayoría que ostentan en las dos cámaras que les ha permitido encaminar al país por la senda sobre la que ahora está.
Con la aprobación de Trump cada vez más baja (en la última semana bajó seis puntos porcentuales, hasta 36) el camino para los republicanos en esta elección de renovación parcial de las dos cámaras luce cada vez más complicada.
Por todas sus implicaciones, esa elección luce como una prueba que muchos en el mundo deberán observar con atención. En los días que vienen las expectativas por la política interna estadounidense solo podrán agudizarse.
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